Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

viernes, febrero 22, 2008

El poder temporal y la Iglesia

Por Juan del Agua
Empecemos por una rápida y esquemática evocación histórica de la cuestión. La función del poder temporal es la de fomentar toda clase de recursos, tanto materiales como culturales, con vistas a la mejor realización colectiva posible del proyecto histórico en que la sociedad que regenta ese poder consiste. Se trata, por tanto, de una tarea cuya finalidad es la de mantener la supervivencia de una colectividad mediante los niveles más altos de acierto gubernamental.

Resulta aquí inútil enumerar todas las cualidades humanas que tan complejo menester requiere. Quien quiera hacerse alguna idea del asunto lea una historia del paradigma romano antiguo. Con ello sólo quiero hacer referencia a los contenidos y a la estructura del poder romano y al papel que el pensamiento político y el derecho juegan en él. Pues bien, gracias a la indiscutible sabiduría política de los romanos –no exenta de injusticias que la empañan, con razón, a nuestros ojos- el Imperio romano sobrevivió en Oriente hasta 1453 (caída de Constantinopla) y en Occidente se transfiguró en lo que, durante la Edad moderna, se convertirán las naciones europeas.

El cristianismo fue el catalizador de esa transfiguración o metamorfosis de la civilización romana en lo que, desde el comienzo de la Antigüedad tardía, va a ir emergiendo como civilización occidental. La Iglesia se va a constituir, pues, como un nuevo poder, el poder espiritual, pero no se va sustituir al otro ya en plaza, el poder temporal, sino que va a colaborar con él, más o menos armoniosamente unas veces, en pugna otras, conservando cada cual la función específica que le cualificaba. En cualquier caso, lo que sí me interesa subrayar aquí es que el pensamiento filosófico siempre estuvo presente tanto en la elaboración de las teorías políticas, como en la de las Sumas y los tratados teológicos. Cuando a partir de la Revolución francesa (en realidad a partir del triunfo, en la segunda mitad del siglo XVII, en muchas monarquías de la “razón de Estado” maquiavélica) el poder temporal rompió los lazos que le unían al poder espiritual, no por ello abandonó el pensamiento político, sino que continuó produciendo innumerables “ideologías”, si bien, la mayor parte de las veces lo fue para intentar justificar su acción o “voluntad de poder”, más que para ahondar en la fundamental noción del bien común. Se podría hacer un catálogo razonado de las consecuencias que en la vida occidental han tenido las políticas de las grandes potencias fundadas en “ideologías” desde comienzos del siglo XIX, pero no es este el lugar adecuado para ello. Por poner un ejemplo diré que, si las potencias beligerantes de la Primera Guerra mundial hubieran accedido a las súplicas y las razones del papa Benedicto XV para ponerse alrededor de una mesa a hablar de paz en vez de continuar sumiendo a Europa en un campo de ruinas y de millones de muertos en nombre de la más cínica libido dominandi (codicia de dominación) disfrazada de Kultur por un lado, y de civilisation por el otro, se hubieran evitado innumerables desgracias y males a los pueblos de Europa y de otras partes.

Sin embargo, con el triunfo de los totalitarismos de todo tipo -no sólo político- que empiezan a pulular a partir de los últimos años de la década 1910 –consecuencia, en parte, de la guerrona que acaba de concluir- se va a ir sustituyendo el pensamiento en el orden político por la más cínica arbitrariedad disfrazada de ideales muy altos, pero que en realidad no es sino la encarnación de los deseos, intereses o conveniencias de las grandes potencias o de algunos grupos poderosos de presión. Esta actitud arbitraria no se limita únicamente al dominio de la política, sino que, proveniente del fondo del alma contemporánea, destiñe sobre el conjunto de las formas de la vida del hombre del siglo XX. Ahora bien, para que la vida colectiva pueda proyectarse con una esperanza razonable de acierto en el futuro, de una forma más concreta, para que el hombre no vea recortado el horizonte de su porvenir por un muro de barbarie y decadencia irremediable, es necesario respetar la consistencia de su íntegra realidad – natural, histórica, económica, social-, respeto que implica, además de la renovación constante del patrimonio cultural ante las nuevas circunstancias, un pensamiento creador de nuevas posibilidades humanas. Ahora bien, es precisamente en nombre de la libertad de conciencia que la Iglesia interviene hoy. Porque esa libertad no consiste en transformar -y declarar- un error voluntario, una perversion moral o una obsesion irracional en verdad o realidad plenaria y legitima, sino que, afincada en el seno de la libertad ibnterior, es la actitud que el hombre toma para enderezar errores graves utilizando de modo recto la razón natural.

Cuando el poder temporal, confundiendo la forma política de la democracia con los desiderata nihilistas y, por tanto, totalitarios de algunas minorías que producen una fuerte discordia social, amenaza con ello el futuro de la colectividad, no debiera causar sorpresa que la Iglesia, como poder espiritual que continua siendo, recuerde la necesidad de respetar la consistencia de la realidad, siempre que respete la libertad de conciencia y se atenga a lo que podríamos denominar, con palabra escolástica, la razón natural, la razón común de todo humano, al menos a los pertenecientes a la misma civilización. Se entiende muy bien que se reprochara a la Iglesia, aunque habría que hacerlo con ecuanimidad y conocimiento de causa, que no siempre haya denunciado los desmanes contra el derecho o la justicia, pero se debería, en cambio, señalar el acierto que supone retornar a hacer uso de su poder espiritual, tanto más cuanto el temporal muestra singulares fallos en el ejercicio del suyo. Es inútil intentar justificar que sólo el respeto de las condiciones de lo real hace posible la realización de una vida verdaderamente humana, es decir, rebosante de sentido. Los que reducen la realidad del hombre a la satisfacción de sus pulsiones primarias difícilmente pueden comprender que la vida tenga metas de muy otra racionalidad. Por lo demás, tampoco hay que olvidar que cuando la Iglesia recuerda la dimensión racional del hombre, no sólo habla de razón abstracta, sino que, para ella, razón y renovación de la interioridad son las dos caras de la realidad humana más honda y esencial. Pues sólo a partir del intenso y permanente cultivo de las cualidades intrínsecas que encierran los caracteres constitutivos del hombre, éste conserva su mismidad y se mantienen abiertas las condiciones para una reformación general de todos los ámbitos de la existencia humana, cuando ello se revela necesario, como ocurre en estos momentos en las llamadas sociedades occidentales.

Juan del Agua

Pau, febrero 2008

Un liberal en ejercicio

Discurso pronunciado por D. Francisco Javier Salgado Arribas en el Auditorio de la Casa de Soria el día 20 de enero de 2006, como homenaje a D. Julián Marías, fallecido el pasado 15 de diciembre.



Cuando leí, durante mi adolescencia “ La filosofía española actual “, no pensé que llegaría a conocer a Julián Marías, ni tener un trato directo con él. Pero al trasladarse mi abuela a la casa del Collado nº 3 en Soria las cosas cambiaron. Empecé mis vacaciones de verano observando a Julián Marías en el mirador de abajo, leyendo libros y curioseando la calle, llena de vitalidad, como glosó en algunos artículos memorables.

Mi trato con el Maestro se limitó a esporádicos encuentros en la escalera de la casa, desde la cual, Julián Marías aparecía en la oscuridad con cara de haber estado hablando directamente con Aristóteles, por lo concentrado y la falta de respuesta al saludo.

El ser vecino de tan ilustre personaje me motivó para seguir leyendo su obra y beneficiarme de su magisterio, que con el de Ortega formó las ilusiones de aquellos años setenta llenos de esperanzas españolas.

En esos años aparecieron también por azar los libros de Ortega y Marías en la colección “ El Arquero “ y la colección “ El ALCIÖN “ a precios muy rebajados en “ El Corte Inglés “, lo que me permitió hacerme con una biblioteca de sus libros por poco dinero y gran regocijo por mi parte. La intimidad con su obra se acrecentó muchos enteros.

Julián Marías es un maestro que permite alcanzar una formación al nivel de nuestro tiempo. Sus libros son de una gran generosidad en cuanto a referencias de autores y textos, desde su “ Historia de la Filosofía “ hasta el “ Diccionario de Literatura española”, libro lleno de citas biográficas y bibliográficas en los apéndices que lo enriquecen, además de los artículos propios del diccionario, muchos de ellos escritos directamente por Julián Marías.

Esta labor iniciadora en el mundo de la cultura y de la filosofía es inapreciable para una persona que quiere orientarse en el mundo y, como dice Ortega, “Estar a la altura de su tiempo “. La misma labor fue realizada en el mundo del cine, el gran educador sentimental de nuestros días, que recibió continua atención por parte de Marías, incluso fue objeto de un curso de los muchos que dio en sus últimos años, recordado por todos nosotros.
Sus múltiples artículos sobre cine dieron lugar a dos libros, el primero se llamó “ Visto Y no visto “, selección de artículos de La Gaceta Ilustrada, y un segundo libro que pretendió ser exhaustivo de sus escritos sobre cine y solo tuvo un tomo “ El cine de Julián Marías “ con una fortuna editorial adversa, y se quedó en eso.

Además de sus innumerables libros, los que asistimos a sus cursos, que somos los protagonistas de esta Asociación , adquirimos o debiéramos haber adquirido eso que Marías señalaba como el espectáculo del pensamiento en estado naciente, la mejor manera de enseñar a pensar a los demás y que esperamos dé sus frutos en el tiempo.

El magisterio de Julián Marías acogió a todas las personas que se acercaron a él y a las que desde lejos se orientaban con su ejemplo y sus escritos. Su vida es una enseñanza continua de plenitud personal, llena de valentía civil, sin alardear por ello y arrostrando los sinsabores de la independencia. En una sociedad como la nuestra, dónde las personas tienden a ser cobardes en la vida civil, su figura sobresale por encima de sus compañeros de generación y de todas las generaciones presentes hasta poder afirmar que “ Durante unos veinte años, si no el único liberal, creo que he sido el único liberal en ejercicio, que lo era activa y públicamente “.








Su ejemplo será guía y orientación permanente de los españoles durante muchos años, aunque los intentos de silenciar su persona y su obra actuarán de manera constante para cerrar el horizonte de posibilidades personales de los españoles, como ya ocurre con las obras y figuras de Azorín., Menénddez. Pidal, Marañón, Dámaso Alonso, y tantos que pertenecen a esa tercera España sin banderías ni partidos, buceadora de la verdad, la belleza y el amor a España.

Julián Marías es fruto y cosecha de una España renovada que nace de los intentos de superar la época de la discordia posterior a la aparición de las dos Españas, consecuencia de la Revolución Francesa y la invasión napoleónica posterior. Significó la pérdida de una generación con respecto al nivel europeo, según Marías, y que se recuperó gracias al esfuerzo de la generación del 98 y siguientes, dando lugar a un nuevo Siglo de Oro español que llega hasta por lo menos la muerte de Julián Marías digno continuador de los grandes autores que hicieron posible un siglo de innovación constante.

El estudio de todos los autores protagonistas de la aventura de la España renovada tuvo en Julián Marías, su más destacado estudioso , propiciando muchos libros sobre ellos y por encima de todos sobre Ortega su maestro. Varios cursos de Colegio Libre de Eméritos, otra creación suya, versaron sobre “ El legado de España al siglo XXI “, con recuerdo de gran parte de los mejores españoles.

El nivel alcanzado por los españoles a lo largo del siglo XX permitió poner a España a la altura del tiempo, al menos en los más ilustres, pero la guerra fratricida de 1936, truncó las posibilidades españolas durante mucho tiempo. Frente a esta situación Marías respondió mostrándose fiel al pasado de España más reciente, al anterior y sobre todo al futuro de nuestro país. Futuro solo imaginado por él como posible y por pocos más. Esta fidelidad al futuro le permitió seguir luchando frente a las adversidades y ser guía de generaciones enteras de españoles que se hubieran perdido en una sociedad sin apenas referentes.

Su ejemplo es clave para los nuevos tiempos que se avecinan, tiempos difíciles en los que se hace necesaria su valentía y su coraje frente a la manipulación y la mentira, la falsedad y la amenaza. Aún así su recuerdo y su alegría nos harán más fuertes ante las adversidades , frente al paso de los años y el tránsito a la otra vida.

Vida otra, pero más vida incluso que esta, con las personas amadas y las personas por amar que no conoció en vida pero que estudió y glosó como nadie y que merecen nuevos amores repetidos.

Nosotros quedamos aquí, huérfanos de su persona pero anhelantes de nuevos caminos que transitar. Continuando su obra y su destino que es el nuestro y el de España. Y no solo de España, pues sus continuos viajes a América –dejó de contar cuando llegó a los doscientos- y sus múltiples lectores al otro lado del océano, le auguran una continuidad en esas tierras tan queridas por él.

La vida pues continúa, el tiempo pondrá a cada uno en su sitio, aunque su obra tenga épocas de ostracismo y otras de plena vigencia. Hay que recordar lo que dijo Marañón: “ Todo lo que hoy parece inconmovible habrá desaparecido, porque es divina ley que desaparezca. Y quedará tan solo, el libro donde anidó el verso o la idea. Porque en esas letras grabadas en frágil hoja, hay , sin duda, un poco de la huella de Dios “.

Universidad malbaratada

por Julio Almeida

Se presenta la flamante licenciada en Biología, del plan último de cuatro cursos, advierte, organizado en la dirección consensuada por las universidades europeas en la de Bolonia. Le ruego que precise los créditos que ha cursado, y al observar su expediente académico confirmamos lo que podría ser una aplicación del principio de Arquímedes en la Universidad española. La novedad ha consistido en reducir a cuatro los cinco cursos tradicionales. A fin de cuentas la titulación "tiene una carga global de 300 créditos". Hay 44 asignaturas, anuales o cuatrimestrales: 9, 7, 17 y 11. Créditos: 74, 79.5, 89 y 58. Y en seguida se deja traslucir el arbitrio que ha inspirado la composición del bosquecillo tropical. Los 300 créditos, sin duda justificados en carreras de cinco años —a razón de 60—, parecen poca carga anual por estos pagos, y la autoridad, considerando que eso es un paseo militar, sigue por los fueros de la desmesura tradicional con ese disparate. Razonablemente se ha acordado en Bolonia que un curso académico se limite a 60 créditos, porque no hay que olvidar el trabajo anejo en casa, en la biblioteca, en el laboratorio. Hemos comprobado que no son dables los 70, 80 y hasta 89 créditos que venimos aparejando desde hace quince años; pero la inercia es tan fuerte que casi nadie ve con qué minuciosidad se preparan los fracasos escolares. En fin, como cabe suponer, una mayoría de los participantes en este experimento de la Universidad de Jaén (nada excepcional por otra parte) fracasa en el empeño.
En el difícil camino hacia una universidad homologable, razonable, he pensado muchas veces que adolecemos de sobredosis y superfetaciones, ya tan reiteradas que producen melancolía, como adolecemos de grandes palabras que mantienen lo esencial. En la enseñanza secundaria, ¿no es la Educación para la ciudadanía una asignatura superfetatoria?
Recuérdese la memorable historia del orfebre encargado de labrar una guirnalda con el oro que el rey de Siracusa le había dado. Como se sabe, Hierón II no se fiaba: la guirnalda pesaba lo mismo que el oro entregado, pero sospechando que el joyero pudiera haber fundido otro metal barato en las hojas de laurel, plata o cobre, consultó al hombre más sabio de la ciudad, Arquímedes, que era por entonces el más sabio del mundo. Arquímedes se puso a pensar en el problema, y cuando se daba un baño comprendió que el agua rebosaba más o menos según el volumen de quien se metiese en ella: "¡Eureka!" Había descubierto que no basta el peso de la corona, que hay que medir también el volumen de agua que desaloja cada cosa y combinar esa medida con la densidad de cada metal. "El final de la historia cuenta que el orfebre fue ejecutado, porque la corona desplazaba más agua que aquel mismo peso en oro." Puede verse el libro de Ramón Núñez Centella, didáctico y amable, Esta es mi gente.
Pero hay más cosas. Cuando se elaboran los horarios, observamos en muchas Facultades universitarias una compresión análoga, y la semana de cinco días se comprime en cuatro: 4 días brutales y 3 de lo que sea, casi todos los cuales desalojan la posibilidad de trabajar con sosiego e inteligencia. Y peor aún, porque los puentes y otras circunstancias, como es bien sabido, contribuyen a dejar la semana todavía más reducida y viene a las mientes la respuesta chusca de aquel alumno preguntado por las partes del mundo. "Las cuatro partes del mundo son tres: Europa y Asia." Semanas hay de dos o tres días lectivos, y nuestros alumnos, invitados a hacer cuentas, alucinan cuando descubren los días reales de clase.
Al fondo de todo está la sociedad, el aire público, más importante que el pedagógico —dice Ortega en 1930—, pero si los fracasos escolares son más frecuentes en España, ya sucede algo parecido con nuestra productividad general, que se mantiene por debajo del nivel esperable. "La Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) quiso dejar patente el año pasado que, contrariamente a lo que se cree, para disminuir las horas de trabajo es necesario reforzar antes la productividad" (Infoempleo.com, 15.7.2007). El quid de la grave cuestión radica en el antes, y en ese adverbio estamos atascados. Entonces, ¿hasta cuándo durarán estos problemas que nos afectan, así en la Universidad como en el mundo laboral? ¿Por qué no se dan pasos decididos para evitar un desastre educativo que si culmina en la Universidad, se incoa en la enseñanza secundaria? Otros países han hecho cosas concretas, y choca leer en un libro de historia de 1776 la expresión "los montaraces de Finlandia" (Gibbon, Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, cap. X), porque sus tataranietos son hoy los mejores estudiantes del planeta; con daneses y neozelandeses, los nietos de aquellos montaraces encabezan también el ranking universal de la honradez, pues son los menos corruptos. Como sorprende en la Historia de España Menéndez Pidal, en el tomo dedicado al siglo XVI, lo que sigue: "En cuanto a la jornada laboral, parece que quedaba al arbitrio de los maestros en los oficios, sobrepasando generalmente las 10 horas diarias; con el agravante de que los días festivos el asalariado no cobraba, salvo si trabajaba. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión: la población activa era muy escasa —en algunas ciudades no pasaba del 25 por 100—, pero con largas jornadas laborales" (1989; XIX, 461). En la página 458 el académico Manuel Fernández Álvarez escribe que "en general, los españoles del Quinientos tenían todos cierto humo de hidalgos en la cabeza, y por su índole natural, eran contrarios al trabajo". Bueno, en afirmaciones tan generales la palabra todos disuena, y debe discutirse lo de natural para la índole, que es por definición histórica y social, pero siempre hay que leer a los historiadores para comprender la vida presente. La sociedad es intrínsecamente histórica, dice Julián Marías al principio de La estructura social. Ahora bien: esa jornada partida nuestra, probablemente criminal, que pringa el día entero sin escape, ¿no subsiste en cierto modo, con el pluriempleo y el paro (femenino) subsiguiente? Esa jornada morrocotuda, ¿no llama especialmente la atención de los extranjeros, incluidos portugueses e italianos?
Cuando los ferrocarriles empezaron a rodar, un ingeniero de locomotoras publicó en París un vademécum donde puede leerse: "El mecánico y el fogonero deberán abstenerse durante la marcha de toda conversación con las personas que vayan en la locomotora" (Florentin Coste, Vademécum du mécanicien conducteur de machines locomotives, 1847; lo cita Azorín en su libro París, escrito a base de artículos que iban a La Nación de Buenos Aires, en la capital francesa durante los tres años de guerra civil, revisado en 1966; pág. 321). A los viajeros nos prohibían en tiempos hablar con el conductor del autobús. Hoy se ruega por favor no distraerlo, pero desde luego muchos ya saben distraerse solos con la radio, con la televisión y hasta con la velocidad. ¿Quién se atreve a amonestar al funcionario que dedica media mañana a conversar, a fumar...? Y al taxista cínico que pone la Cope o la Ser —"la pongo pa mí, pa distraerme y enterarme de lo que pasa en el mundo; no hay que ser rígido"—, ¿quién le convence de que si el coche es suyo, el uso lo paga el cliente?
En la Universidad las cosas son análogas. Los estudios superiores se han extendido prodigiosamente en todos los países europeos, pero mucho más en España, donde la explosión universitaria empezó antes de que se completara la educación obligatoria. Según el Libro Blanco, página 44, el curso 1966/67 la cifra de niños sin escolarizar era de 560.928, el 12 por ciento; por aquellos años, como se recordará, cinco mil maestros se dedicaban en exclusiva a enseñar a leer y escribir a los adultos que quedaban de una incuria tradicional. Tal extensión es buena en principio, pero nadie deja de ver que la calidad de nuestros estudiantes —muchos de cuyos padres apenas tienen escuela elemental— resulta con frecuencia penosa, hasta el punto de que no parecen tales y podemos ver en la Facultad a muchachos vestidos de voley playa; hasta el punto de que contaminan el aire pedagógico, confluido con el aire público festivo que hace coincidir el final del verano con la instalación de las colgaduras de luces de Navidad. Muchachos y muchachas se matriculan porque la Universidad aún conserva prestigio (quien tuvo retiene), pero la vida cotidiana del Alma Mater se ha deteriorado en lo que va de siglo más de la cuenta. ¿Por qué?
A mí me parece que es demasiado barata: el estudiante paga muy poco por matricularse, lo que es injusto porque después, durante toda su vida, tendrá una retribución mucho mayor que la de los que carecen de estudios superiores. Antes (otra vez el orden) el Estado, cada Comunidad Autónoma, está gastando o invirtiendo en cada estudiante, se mire como se mire, menos de lo que suelen los países del entorno; como nuestros créditos son más numerosos, el resultado de todo es menos creíble y la probabilidad de trabajar de nuestros titulados, menor que en la mayoría de los países de la OCDE. Es menor, con diferencia, porque hay más estudiantes; y hay más estudiantes (que no estudian) porque la matrícula que abonan es insignificante y ya de entrada subestiman estudios y profesores: el importe se mantiene bajo por demagogia, o acaso por inercia, por debilidad, por empecinamiento en el error. Hay alumnos que obtienen una beca, la cobran por adelantado y ni aparecen. Todo esto ¿es inevitable y fatal?
Leyendo el último libro de Edward O. Wilson, profesor emérito en la Universidad de Harvard —La Creación, hermoso y legible—, cruzo unos datos: en la página 192 habla de los cuarenta y un años que lleva en Harvard como profesor; en la 204, de los consejos que dio a cientos de alumnos. Y entonces pienso con humildad en mí: yo voy a cumplir treinta años en la Universidad de Córdoba, pero ya hace varios que calculo en millares los que he tenido en clase; el curso pasado más de trescientos, si bien en torno a un diez por ciento ni aparecen. (Uno, desconocido, vino a pedirme un favor al despacho: un cero para mantener la beca...) A mi juicio, nuestros cursos académicos andan sobrecargados porque no pocos estudiantes, sin vocación alguna, se matriculan en la Universidad para pasar el rato; lo hacen en mayor número porque la tasa de matrícula, tan barata, se lo pone fácil. Es un desastre tan anunciado como indisculpable. La muchedumbre de estudiantes postizos —señoritos nuevos de padres enajenados en jornada valetudinaria— estorba el sistema entero y por eso hablo de universidad malbaratada. Haber sextuplicado desde 1970 la tasa de educación universitaria (los europeos, triplicado); con más de 4.000 estudiantes por 100.000 habitantes, superando en un millar a Italia, Francia y Reino Unido, en casi dos mil a Alemania, crecimiento tan enorme tiene un alto costo.
Por idiosincrasia de unos y de otros, sostenemos y no enmendamos la antigua usanza fracasada, y este mes de setiembre nos confirman que los jovencitos españoles ocupan el cuarto puesto por la cola en grupo de veintinueve países de la OCDE; solamente Turquía, México y, como suele, Portugal fracasan algo más al acabar la Secundaria, llámese Bachillerato o Formación Profesional. Y al fondo de la educación la sociedad: "La cultura empresarial sigue apostando por la presencia en perjuicio de la eficiencia. Los españoles trabajan 219 horas más que la media de la Unión Europea de los 15" (v. páginas de Negocios de El País, 2.9.2007). ¿No será que pervive la cultura de la apariencia, lo que en el Siglo de Oro se llamaba figurería? Añadamos aún la palabrería, predominante en negocios, en trabajos, en todas partes. "Pocas palabras cumplen al buen entendedor", leemos en el Libro de buen amor, ¿pero quién entiende nada sin palabras excesivas, apresuradas, altísimas? Y la jornada laboral más larga de Europa se descompensa con puentes que asombran a nuestros vecinos, de Italia o del Ecuador, y así sucesivamente. Bien dice Marías que España no es un país subdesarrollado sino mal desarrollado.
En tiempo tan espantosamente dispuesto por los estrategos de la dilación, los jóvenes beben alcohol desde chicos. Modelos no les faltan. Beben en manada que grita —con griterío que parece costumbre protegida al sur del Pirineo— y pugna por dar a luz a ese espectáculo lamentable llamado botellón. Es curioso. En su lúcida vejez, Platón sugirió establecer por ley que "los niños no probaran el vino hasta los dieciocho años, enseñando que no conviene echar fuego al fuego ni en el alma ni en el cuerpo..." (Leyes, II, 666 a). La medicina actual está de acuerdo con el filósofo en el daño que el alcohol inflige en los menores, pero ciertos negocios de los mayores inducen a las autoridades a mirar para otro lado, y los chicos hacen su caldo gordo alcohólico cuando y donde les parece. (La ministra Salgado quiso evitarlo, pero fue detenida con injusticia.) "Dispondríamos después —prosigue Platón— que hasta los treinta años gustaran el vino moderadamente." Pero a fin de cuentas, ¿qué es lo que vemos? "Tenéis, en efecto, un régimen de campamento impropio de los habitantes de las ciudades, y tratáis a vuestros jóvenes como a potros juntos en manada que pacen en el prado: ninguno de vosotros toma al suyo propio arrancándole de entre los que pastan con él a pesar de su furia y resistencia, ni le pone particularmente un palafrenero, ni lo educa cepillándolo y amansándolo y ofreciéndole cuanto conviene a su crianza..." Esto se escribió a mediados del siglo IV antes de Cristo.
Y hace ochenta años Virginia Woolf respondió a un grupo de mujeres de la alta sociedad londinense que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; es decir, para emanciparse, logro femenino del siglo XX. Pero nuestros jóvenes, que ya poseen ambas cosas, están queriendo instituir un botellón propio en cada barrio, casi en cada calle, en connivencia con unas autoridades —el padre, la madre, el municipio— que muchas veces no ven, ni prevén ni proveen. O que transigen y están proveyéndonos a todos de ruido el día entero y la mitad de la noche: lección cotidiana de incivismo. Cabría empero preguntar si poseen en realidad habitación propia y si puede un joven de veintitantos años o más vivir bajo el techo de sus padres. Como esto no es posible, la misma vergüenza que hace salir a los jóvenes en otros países (y a nosotros, no hace tanto) echa a los nuestros a la calle, donde buscan habitáculo e identidad con premeditación, nocturnidad y alevosía. Y la palabra habitación es ambigua, porque las más de nuestras viviendas tienen cuatro o cinco habitaciones en 80 metros cuadrados. Son medidas desparejas que hacen dudar del sistema métrico decimal, como si el nuestro fuera más chato o nosotros más ruines. Particulares e inmobiliarios hablan del gran salón de diez o doce metros cuadrados, y nuestros alumnos han dado en considerar que leer dos o tres libros al año ya es mucho. El ascensor de cierto lujoso hotel indica que caben 5 personas (400 kg) en dos metros cuadrados; pero el de mi casa, nueva todavía, dice que cabemos 6 personas (500 kg) en un solo metro. Tout est relatif, dijo el fundador la sociología. ¿Todo? Auguste Comte murió hace siglo y medio, pero no exagera el Papa cuando habla de la dictadura del relativismo.
Hablo de la Universidad, pero nuestros estudiantes vienen de una Secundaria regularmente organizada. A principios de setiembre, cuando los progenitores vuelven al trabajo, reiteran una solicitud: que el curso empiece antes, sin esperar a mediados del mes. Y voces del Ministerio de Educación responden con cínica veracidad que no habrá cambios porque España está por encima de los países europeos en horas de clase. Nosotros nos arreglamos o desarreglamos metiendo más horas en menos días lectivos: es una combinación brutal. Todo empieza en Primaria, a los seis años, si es que no antes, en una guardería que se prolonga indebidamente, en consonancia con la jornada de sus progenitores, y todo se agrava en secundaria con un calendario de bachillerato que, a diferencia del universo mundo, disminuye sus días lectivos y los endurece con dosis inasimilable.
¿En manos de qué orfebres estamos?
[1] Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba.






Se presenta la flamante licenciada en Biología, del plan último de cuatro cursos, advierte, organizado en la dirección consensuada por las universidades europeas en la de Bolonia. Le ruego que precise los créditos que ha cursado, y al observar su expediente académico confirmamos lo que podría ser una aplicación del principio de Arquímedes en la Universidad española. La novedad ha consistido en reducir a cuatro los cinco cursos tradicionales. A fin de cuentas la titulación "tiene una carga global de 300 créditos". Hay 44 asignaturas, anuales o cuatrimestrales: 9, 7, 17 y 11. Créditos: 74, 79.5, 89 y 58. Y en seguida se deja traslucir el arbitrio que ha inspirado la composición del bosquecillo tropical. Los 300 créditos, sin duda justificados en carreras de cinco años —a razón de 60—, parecen poca carga anual por estos pagos, y la autoridad, considerando que eso es un paseo militar, sigue por los fueros de la desmesura tradicional con ese disparate. Razonablemente se ha acordado en Bolonia que un curso académico se limite a 60 créditos, porque no hay que olvidar el trabajo anejo en casa, en la biblioteca, en el laboratorio. Hemos comprobado que no son dables los 70, 80 y hasta 89 créditos que venimos aparejando desde hace quince años; pero la inercia es tan fuerte que casi nadie ve con qué minuciosidad se preparan los fracasos escolares. En fin, como cabe suponer, una mayoría de los participantes en este experimento de la Universidad de Jaén (nada excepcional por otra parte) fracasa en el empeño.
En el difícil camino hacia una universidad homologable, razonable, he pensado muchas veces que adolecemos de sobredosis y superfetaciones, ya tan reiteradas que producen melancolía, como adolecemos de grandes palabras que mantienen lo esencial. En la enseñanza secundaria, ¿no es la Educación para la ciudadanía una asignatura superfetatoria?
Recuérdese la memorable historia del orfebre encargado de labrar una guirnalda con el oro que el rey de Siracusa le había dado. Como se sabe, Hierón II no se fiaba: la guirnalda pesaba lo mismo que el oro entregado, pero sospechando que el joyero pudiera haber fundido otro metal barato en las hojas de laurel, plata o cobre, consultó al hombre más sabio de la ciudad, Arquímedes, que era por entonces el más sabio del mundo. Arquímedes se puso a pensar en el problema, y cuando se daba un baño comprendió que el agua rebosaba más o menos según el volumen de quien se metiese en ella: "¡Eureka!" Había descubierto que no basta el peso de la corona, que hay que medir también el volumen de agua que desaloja cada cosa y combinar esa medida con la densidad de cada metal. "El final de la historia cuenta que el orfebre fue ejecutado, porque la corona desplazaba más agua que aquel mismo peso en oro." Puede verse el libro de Ramón Núñez Centella, didáctico y amable, Esta es mi gente.
Pero hay más cosas. Cuando se elaboran los horarios, observamos en muchas Facultades universitarias una compresión análoga, y la semana de cinco días se comprime en cuatro: 4 días brutales y 3 de lo que sea, casi todos los cuales desalojan la posibilidad de trabajar con sosiego e inteligencia. Y peor aún, porque los puentes y otras circunstancias, como es bien sabido, contribuyen a dejar la semana todavía más reducida y viene a las mientes la respuesta chusca de aquel alumno preguntado por las partes del mundo. "Las cuatro partes del mundo son tres: Europa y Asia." Semanas hay de dos o tres días lectivos, y nuestros alumnos, invitados a hacer cuentas, alucinan cuando descubren los días reales de clase.
Al fondo de todo está la sociedad, el aire público, más importante que el pedagógico —dice Ortega en 1930—, pero si los fracasos escolares son más frecuentes en España, ya sucede algo parecido con nuestra productividad general, que se mantiene por debajo del nivel esperable. "La Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) quiso dejar patente el año pasado que, contrariamente a lo que se cree, para disminuir las horas de trabajo es necesario reforzar antes la productividad" (Infoempleo.com, 15.7.2007). El quid de la grave cuestión radica en el antes, y en ese adverbio estamos atascados. Entonces, ¿hasta cuándo durarán estos problemas que nos afectan, así en la Universidad como en el mundo laboral? ¿Por qué no se dan pasos decididos para evitar un desastre educativo que si culmina en la Universidad, se incoa en la enseñanza secundaria? Otros países han hecho cosas concretas, y choca leer en un libro de historia de 1776 la expresión "los montaraces de Finlandia" (Gibbon, Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, cap. X), porque sus tataranietos son hoy los mejores estudiantes del planeta; con daneses y neozelandeses, los nietos de aquellos montaraces encabezan también el ranking universal de la honradez, pues son los menos corruptos. Como sorprende en la Historia de España Menéndez Pidal, en el tomo dedicado al siglo XVI, lo que sigue: "En cuanto a la jornada laboral, parece que quedaba al arbitrio de los maestros en los oficios, sobrepasando generalmente las 10 horas diarias; con el agravante de que los días festivos el asalariado no cobraba, salvo si trabajaba. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión: la población activa era muy escasa —en algunas ciudades no pasaba del 25 por 100—, pero con largas jornadas laborales" (1989; XIX, 461). En la página 458 el académico Manuel Fernández Álvarez escribe que "en general, los españoles del Quinientos tenían todos cierto humo de hidalgos en la cabeza, y por su índole natural, eran contrarios al trabajo". Bueno, en afirmaciones tan generales la palabra todos disuena, y debe discutirse lo de natural para la índole, que es por definición histórica y social, pero siempre hay que leer a los historiadores para comprender la vida presente. La sociedad es intrínsecamente histórica, dice Julián Marías al principio de La estructura social. Ahora bien: esa jornada partida nuestra, probablemente criminal, que pringa el día entero sin escape, ¿no subsiste en cierto modo, con el pluriempleo y el paro (femenino) subsiguiente? Esa jornada morrocotuda, ¿no llama especialmente la atención de los extranjeros, incluidos portugueses e italianos?
Cuando los ferrocarriles empezaron a rodar, un ingeniero de locomotoras publicó en París un vademécum donde puede leerse: "El mecánico y el fogonero deberán abstenerse durante la marcha de toda conversación con las personas que vayan en la locomotora" (Florentin Coste, Vademécum du mécanicien conducteur de machines locomotives, 1847; lo cita Azorín en su libro París, escrito a base de artículos que iban a La Nación de Buenos Aires, en la capital francesa durante los tres años de guerra civil, revisado en 1966; pág. 321). A los viajeros nos prohibían en tiempos hablar con el conductor del autobús. Hoy se ruega por favor no distraerlo, pero desde luego muchos ya saben distraerse solos con la radio, con la televisión y hasta con la velocidad. ¿Quién se atreve a amonestar al funcionario que dedica media mañana a conversar, a fumar...? Y al taxista cínico que pone la Cope o la Ser —"la pongo pa mí, pa distraerme y enterarme de lo que pasa en el mundo; no hay que ser rígido"—, ¿quién le convence de que si el coche es suyo, el uso lo paga el cliente?
En la Universidad las cosas son análogas. Los estudios superiores se han extendido prodigiosamente en todos los países europeos, pero mucho más en España, donde la explosión universitaria empezó antes de que se completara la educación obligatoria. Según el Libro Blanco, página 44, el curso 1966/67 la cifra de niños sin escolarizar era de 560.928, el 12 por ciento; por aquellos años, como se recordará, cinco mil maestros se dedicaban en exclusiva a enseñar a leer y escribir a los adultos que quedaban de una incuria tradicional. Tal extensión es buena en principio, pero nadie deja de ver que la calidad de nuestros estudiantes —muchos de cuyos padres apenas tienen escuela elemental— resulta con frecuencia penosa, hasta el punto de que no parecen tales y podemos ver en la Facultad a muchachos vestidos de voley playa; hasta el punto de que contaminan el aire pedagógico, confluido con el aire público festivo que hace coincidir el final del verano con la instalación de las colgaduras de luces de Navidad. Muchachos y muchachas se matriculan porque la Universidad aún conserva prestigio (quien tuvo retiene), pero la vida cotidiana del Alma Mater se ha deteriorado en lo que va de siglo más de la cuenta. ¿Por qué?
A mí me parece que es demasiado barata: el estudiante paga muy poco por matricularse, lo que es injusto porque después, durante toda su vida, tendrá una retribución mucho mayor que la de los que carecen de estudios superiores. Antes (otra vez el orden) el Estado, cada Comunidad Autónoma, está gastando o invirtiendo en cada estudiante, se mire como se mire, menos de lo que suelen los países del entorno; como nuestros créditos son más numerosos, el resultado de todo es menos creíble y la probabilidad de trabajar de nuestros titulados, menor que en la mayoría de los países de la OCDE. Es menor, con diferencia, porque hay más estudiantes; y hay más estudiantes (que no estudian) porque la matrícula que abonan es insignificante y ya de entrada subestiman estudios y profesores: el importe se mantiene bajo por demagogia, o acaso por inercia, por debilidad, por empecinamiento en el error. Hay alumnos que obtienen una beca, la cobran por adelantado y ni aparecen. Todo esto ¿es inevitable y fatal?
Leyendo el último libro de Edward O. Wilson, profesor emérito en la Universidad de Harvard —La Creación, hermoso y legible—, cruzo unos datos: en la página 192 habla de los cuarenta y un años que lleva en Harvard como profesor; en la 204, de los consejos que dio a cientos de alumnos. Y entonces pienso con humildad en mí: yo voy a cumplir treinta años en la Universidad de Córdoba, pero ya hace varios que calculo en millares los que he tenido en clase; el curso pasado más de trescientos, si bien en torno a un diez por ciento ni aparecen. (Uno, desconocido, vino a pedirme un favor al despacho: un cero para mantener la beca...) A mi juicio, nuestros cursos académicos andan sobrecargados porque no pocos estudiantes, sin vocación alguna, se matriculan en la Universidad para pasar el rato; lo hacen en mayor número porque la tasa de matrícula, tan barata, se lo pone fácil. Es un desastre tan anunciado como indisculpable. La muchedumbre de estudiantes postizos —señoritos nuevos de padres enajenados en jornada valetudinaria— estorba el sistema entero y por eso hablo de universidad malbaratada. Haber sextuplicado desde 1970 la tasa de educación universitaria (los europeos, triplicado); con más de 4.000 estudiantes por 100.000 habitantes, superando en un millar a Italia, Francia y Reino Unido, en casi dos mil a Alemania, crecimiento tan enorme tiene un alto costo.
Por idiosincrasia de unos y de otros, sostenemos y no enmendamos la antigua usanza fracasada, y este mes de setiembre nos confirman que los jovencitos españoles ocupan el cuarto puesto por la cola en grupo de veintinueve países de la OCDE; solamente Turquía, México y, como suele, Portugal fracasan algo más al acabar la Secundaria, llámese Bachillerato o Formación Profesional. Y al fondo de la educación la sociedad: "La cultura empresarial sigue apostando por la presencia en perjuicio de la eficiencia. Los españoles trabajan 219 horas más que la media de la Unión Europea de los 15" (v. páginas de Negocios de El País, 2.9.2007). ¿No será que pervive la cultura de la apariencia, lo que en el Siglo de Oro se llamaba figurería? Añadamos aún la palabrería, predominante en negocios, en trabajos, en todas partes. "Pocas palabras cumplen al buen entendedor", leemos en el Libro de buen amor, ¿pero quién entiende nada sin palabras excesivas, apresuradas, altísimas? Y la jornada laboral más larga de Europa se descompensa con puentes que asombran a nuestros vecinos, de Italia o del Ecuador, y así sucesivamente. Bien dice Marías que España no es un país subdesarrollado sino mal desarrollado.
En tiempo tan espantosamente dispuesto por los estrategos de la dilación, los jóvenes beben alcohol desde chicos. Modelos no les faltan. Beben en manada que grita —con griterío que parece costumbre protegida al sur del Pirineo— y pugna por dar a luz a ese espectáculo lamentable llamado botellón. Es curioso. En su lúcida vejez, Platón sugirió establecer por ley que "los niños no probaran el vino hasta los dieciocho años, enseñando que no conviene echar fuego al fuego ni en el alma ni en el cuerpo..." (Leyes, II, 666 a). La medicina actual está de acuerdo con el filósofo en el daño que el alcohol inflige en los menores, pero ciertos negocios de los mayores inducen a las autoridades a mirar para otro lado, y los chicos hacen su caldo gordo alcohólico cuando y donde les parece. (La ministra Salgado quiso evitarlo, pero fue detenida con injusticia.) "Dispondríamos después —prosigue Platón— que hasta los treinta años gustaran el vino moderadamente." Pero a fin de cuentas, ¿qué es lo que vemos? "Tenéis, en efecto, un régimen de campamento impropio de los habitantes de las ciudades, y tratáis a vuestros jóvenes como a potros juntos en manada que pacen en el prado: ninguno de vosotros toma al suyo propio arrancándole de entre los que pastan con él a pesar de su furia y resistencia, ni le pone particularmente un palafrenero, ni lo educa cepillándolo y amansándolo y ofreciéndole cuanto conviene a su crianza..." Esto se escribió a mediados del siglo IV antes de Cristo.
Y hace ochenta años Virginia Woolf respondió a un grupo de mujeres de la alta sociedad londinense que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; es decir, para emanciparse, logro femenino del siglo XX. Pero nuestros jóvenes, que ya poseen ambas cosas, están queriendo instituir un botellón propio en cada barrio, casi en cada calle, en connivencia con unas autoridades —el padre, la madre, el municipio— que muchas veces no ven, ni prevén ni proveen. O que transigen y están proveyéndonos a todos de ruido el día entero y la mitad de la noche: lección cotidiana de incivismo. Cabría empero preguntar si poseen en realidad habitación propia y si puede un joven de veintitantos años o más vivir bajo el techo de sus padres. Como esto no es posible, la misma vergüenza que hace salir a los jóvenes en otros países (y a nosotros, no hace tanto) echa a los nuestros a la calle, donde buscan habitáculo e identidad con premeditación, nocturnidad y alevosía. Y la palabra habitación es ambigua, porque las más de nuestras viviendas tienen cuatro o cinco habitaciones en 80 metros cuadrados. Son medidas desparejas que hacen dudar del sistema métrico decimal, como si el nuestro fuera más chato o nosotros más ruines. Particulares e inmobiliarios hablan del gran salón de diez o doce metros cuadrados, y nuestros alumnos han dado en considerar que leer dos o tres libros al año ya es mucho. El ascensor de cierto lujoso hotel indica que caben 5 personas (400 kg) en dos metros cuadrados; pero el de mi casa, nueva todavía, dice que cabemos 6 personas (500 kg) en un solo metro. Tout est relatif, dijo el fundador la sociología. ¿Todo? Auguste Comte murió hace siglo y medio, pero no exagera el Papa cuando habla de la dictadura del relativismo.
Hablo de la Universidad, pero nuestros estudiantes vienen de una Secundaria regularmente organizada. A principios de setiembre, cuando los progenitores vuelven al trabajo, reiteran una solicitud: que el curso empiece antes, sin esperar a mediados del mes. Y voces del Ministerio de Educación responden con cínica veracidad que no habrá cambios porque España está por encima de los países europeos en horas de clase. Nosotros nos arreglamos o desarreglamos metiendo más horas en menos días lectivos: es una combinación brutal. Todo empieza en Primaria, a los seis años, si es que no antes, en una guardería que se prolonga indebidamente, en consonancia con la jornada de sus progenitores, y todo se agrava en secundaria con un calendario de bachillerato que, a diferencia del universo mundo, disminuye sus días lectivos y los endurece con dosis inasimilable.
¿En manos de qué orfebres estamos?
Julio Almeida. Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba.