Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

viernes, febrero 22, 2008

Universidad malbaratada

por Julio Almeida

Se presenta la flamante licenciada en Biología, del plan último de cuatro cursos, advierte, organizado en la dirección consensuada por las universidades europeas en la de Bolonia. Le ruego que precise los créditos que ha cursado, y al observar su expediente académico confirmamos lo que podría ser una aplicación del principio de Arquímedes en la Universidad española. La novedad ha consistido en reducir a cuatro los cinco cursos tradicionales. A fin de cuentas la titulación "tiene una carga global de 300 créditos". Hay 44 asignaturas, anuales o cuatrimestrales: 9, 7, 17 y 11. Créditos: 74, 79.5, 89 y 58. Y en seguida se deja traslucir el arbitrio que ha inspirado la composición del bosquecillo tropical. Los 300 créditos, sin duda justificados en carreras de cinco años —a razón de 60—, parecen poca carga anual por estos pagos, y la autoridad, considerando que eso es un paseo militar, sigue por los fueros de la desmesura tradicional con ese disparate. Razonablemente se ha acordado en Bolonia que un curso académico se limite a 60 créditos, porque no hay que olvidar el trabajo anejo en casa, en la biblioteca, en el laboratorio. Hemos comprobado que no son dables los 70, 80 y hasta 89 créditos que venimos aparejando desde hace quince años; pero la inercia es tan fuerte que casi nadie ve con qué minuciosidad se preparan los fracasos escolares. En fin, como cabe suponer, una mayoría de los participantes en este experimento de la Universidad de Jaén (nada excepcional por otra parte) fracasa en el empeño.
En el difícil camino hacia una universidad homologable, razonable, he pensado muchas veces que adolecemos de sobredosis y superfetaciones, ya tan reiteradas que producen melancolía, como adolecemos de grandes palabras que mantienen lo esencial. En la enseñanza secundaria, ¿no es la Educación para la ciudadanía una asignatura superfetatoria?
Recuérdese la memorable historia del orfebre encargado de labrar una guirnalda con el oro que el rey de Siracusa le había dado. Como se sabe, Hierón II no se fiaba: la guirnalda pesaba lo mismo que el oro entregado, pero sospechando que el joyero pudiera haber fundido otro metal barato en las hojas de laurel, plata o cobre, consultó al hombre más sabio de la ciudad, Arquímedes, que era por entonces el más sabio del mundo. Arquímedes se puso a pensar en el problema, y cuando se daba un baño comprendió que el agua rebosaba más o menos según el volumen de quien se metiese en ella: "¡Eureka!" Había descubierto que no basta el peso de la corona, que hay que medir también el volumen de agua que desaloja cada cosa y combinar esa medida con la densidad de cada metal. "El final de la historia cuenta que el orfebre fue ejecutado, porque la corona desplazaba más agua que aquel mismo peso en oro." Puede verse el libro de Ramón Núñez Centella, didáctico y amable, Esta es mi gente.
Pero hay más cosas. Cuando se elaboran los horarios, observamos en muchas Facultades universitarias una compresión análoga, y la semana de cinco días se comprime en cuatro: 4 días brutales y 3 de lo que sea, casi todos los cuales desalojan la posibilidad de trabajar con sosiego e inteligencia. Y peor aún, porque los puentes y otras circunstancias, como es bien sabido, contribuyen a dejar la semana todavía más reducida y viene a las mientes la respuesta chusca de aquel alumno preguntado por las partes del mundo. "Las cuatro partes del mundo son tres: Europa y Asia." Semanas hay de dos o tres días lectivos, y nuestros alumnos, invitados a hacer cuentas, alucinan cuando descubren los días reales de clase.
Al fondo de todo está la sociedad, el aire público, más importante que el pedagógico —dice Ortega en 1930—, pero si los fracasos escolares son más frecuentes en España, ya sucede algo parecido con nuestra productividad general, que se mantiene por debajo del nivel esperable. "La Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) quiso dejar patente el año pasado que, contrariamente a lo que se cree, para disminuir las horas de trabajo es necesario reforzar antes la productividad" (Infoempleo.com, 15.7.2007). El quid de la grave cuestión radica en el antes, y en ese adverbio estamos atascados. Entonces, ¿hasta cuándo durarán estos problemas que nos afectan, así en la Universidad como en el mundo laboral? ¿Por qué no se dan pasos decididos para evitar un desastre educativo que si culmina en la Universidad, se incoa en la enseñanza secundaria? Otros países han hecho cosas concretas, y choca leer en un libro de historia de 1776 la expresión "los montaraces de Finlandia" (Gibbon, Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, cap. X), porque sus tataranietos son hoy los mejores estudiantes del planeta; con daneses y neozelandeses, los nietos de aquellos montaraces encabezan también el ranking universal de la honradez, pues son los menos corruptos. Como sorprende en la Historia de España Menéndez Pidal, en el tomo dedicado al siglo XVI, lo que sigue: "En cuanto a la jornada laboral, parece que quedaba al arbitrio de los maestros en los oficios, sobrepasando generalmente las 10 horas diarias; con el agravante de que los días festivos el asalariado no cobraba, salvo si trabajaba. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión: la población activa era muy escasa —en algunas ciudades no pasaba del 25 por 100—, pero con largas jornadas laborales" (1989; XIX, 461). En la página 458 el académico Manuel Fernández Álvarez escribe que "en general, los españoles del Quinientos tenían todos cierto humo de hidalgos en la cabeza, y por su índole natural, eran contrarios al trabajo". Bueno, en afirmaciones tan generales la palabra todos disuena, y debe discutirse lo de natural para la índole, que es por definición histórica y social, pero siempre hay que leer a los historiadores para comprender la vida presente. La sociedad es intrínsecamente histórica, dice Julián Marías al principio de La estructura social. Ahora bien: esa jornada partida nuestra, probablemente criminal, que pringa el día entero sin escape, ¿no subsiste en cierto modo, con el pluriempleo y el paro (femenino) subsiguiente? Esa jornada morrocotuda, ¿no llama especialmente la atención de los extranjeros, incluidos portugueses e italianos?
Cuando los ferrocarriles empezaron a rodar, un ingeniero de locomotoras publicó en París un vademécum donde puede leerse: "El mecánico y el fogonero deberán abstenerse durante la marcha de toda conversación con las personas que vayan en la locomotora" (Florentin Coste, Vademécum du mécanicien conducteur de machines locomotives, 1847; lo cita Azorín en su libro París, escrito a base de artículos que iban a La Nación de Buenos Aires, en la capital francesa durante los tres años de guerra civil, revisado en 1966; pág. 321). A los viajeros nos prohibían en tiempos hablar con el conductor del autobús. Hoy se ruega por favor no distraerlo, pero desde luego muchos ya saben distraerse solos con la radio, con la televisión y hasta con la velocidad. ¿Quién se atreve a amonestar al funcionario que dedica media mañana a conversar, a fumar...? Y al taxista cínico que pone la Cope o la Ser —"la pongo pa mí, pa distraerme y enterarme de lo que pasa en el mundo; no hay que ser rígido"—, ¿quién le convence de que si el coche es suyo, el uso lo paga el cliente?
En la Universidad las cosas son análogas. Los estudios superiores se han extendido prodigiosamente en todos los países europeos, pero mucho más en España, donde la explosión universitaria empezó antes de que se completara la educación obligatoria. Según el Libro Blanco, página 44, el curso 1966/67 la cifra de niños sin escolarizar era de 560.928, el 12 por ciento; por aquellos años, como se recordará, cinco mil maestros se dedicaban en exclusiva a enseñar a leer y escribir a los adultos que quedaban de una incuria tradicional. Tal extensión es buena en principio, pero nadie deja de ver que la calidad de nuestros estudiantes —muchos de cuyos padres apenas tienen escuela elemental— resulta con frecuencia penosa, hasta el punto de que no parecen tales y podemos ver en la Facultad a muchachos vestidos de voley playa; hasta el punto de que contaminan el aire pedagógico, confluido con el aire público festivo que hace coincidir el final del verano con la instalación de las colgaduras de luces de Navidad. Muchachos y muchachas se matriculan porque la Universidad aún conserva prestigio (quien tuvo retiene), pero la vida cotidiana del Alma Mater se ha deteriorado en lo que va de siglo más de la cuenta. ¿Por qué?
A mí me parece que es demasiado barata: el estudiante paga muy poco por matricularse, lo que es injusto porque después, durante toda su vida, tendrá una retribución mucho mayor que la de los que carecen de estudios superiores. Antes (otra vez el orden) el Estado, cada Comunidad Autónoma, está gastando o invirtiendo en cada estudiante, se mire como se mire, menos de lo que suelen los países del entorno; como nuestros créditos son más numerosos, el resultado de todo es menos creíble y la probabilidad de trabajar de nuestros titulados, menor que en la mayoría de los países de la OCDE. Es menor, con diferencia, porque hay más estudiantes; y hay más estudiantes (que no estudian) porque la matrícula que abonan es insignificante y ya de entrada subestiman estudios y profesores: el importe se mantiene bajo por demagogia, o acaso por inercia, por debilidad, por empecinamiento en el error. Hay alumnos que obtienen una beca, la cobran por adelantado y ni aparecen. Todo esto ¿es inevitable y fatal?
Leyendo el último libro de Edward O. Wilson, profesor emérito en la Universidad de Harvard —La Creación, hermoso y legible—, cruzo unos datos: en la página 192 habla de los cuarenta y un años que lleva en Harvard como profesor; en la 204, de los consejos que dio a cientos de alumnos. Y entonces pienso con humildad en mí: yo voy a cumplir treinta años en la Universidad de Córdoba, pero ya hace varios que calculo en millares los que he tenido en clase; el curso pasado más de trescientos, si bien en torno a un diez por ciento ni aparecen. (Uno, desconocido, vino a pedirme un favor al despacho: un cero para mantener la beca...) A mi juicio, nuestros cursos académicos andan sobrecargados porque no pocos estudiantes, sin vocación alguna, se matriculan en la Universidad para pasar el rato; lo hacen en mayor número porque la tasa de matrícula, tan barata, se lo pone fácil. Es un desastre tan anunciado como indisculpable. La muchedumbre de estudiantes postizos —señoritos nuevos de padres enajenados en jornada valetudinaria— estorba el sistema entero y por eso hablo de universidad malbaratada. Haber sextuplicado desde 1970 la tasa de educación universitaria (los europeos, triplicado); con más de 4.000 estudiantes por 100.000 habitantes, superando en un millar a Italia, Francia y Reino Unido, en casi dos mil a Alemania, crecimiento tan enorme tiene un alto costo.
Por idiosincrasia de unos y de otros, sostenemos y no enmendamos la antigua usanza fracasada, y este mes de setiembre nos confirman que los jovencitos españoles ocupan el cuarto puesto por la cola en grupo de veintinueve países de la OCDE; solamente Turquía, México y, como suele, Portugal fracasan algo más al acabar la Secundaria, llámese Bachillerato o Formación Profesional. Y al fondo de la educación la sociedad: "La cultura empresarial sigue apostando por la presencia en perjuicio de la eficiencia. Los españoles trabajan 219 horas más que la media de la Unión Europea de los 15" (v. páginas de Negocios de El País, 2.9.2007). ¿No será que pervive la cultura de la apariencia, lo que en el Siglo de Oro se llamaba figurería? Añadamos aún la palabrería, predominante en negocios, en trabajos, en todas partes. "Pocas palabras cumplen al buen entendedor", leemos en el Libro de buen amor, ¿pero quién entiende nada sin palabras excesivas, apresuradas, altísimas? Y la jornada laboral más larga de Europa se descompensa con puentes que asombran a nuestros vecinos, de Italia o del Ecuador, y así sucesivamente. Bien dice Marías que España no es un país subdesarrollado sino mal desarrollado.
En tiempo tan espantosamente dispuesto por los estrategos de la dilación, los jóvenes beben alcohol desde chicos. Modelos no les faltan. Beben en manada que grita —con griterío que parece costumbre protegida al sur del Pirineo— y pugna por dar a luz a ese espectáculo lamentable llamado botellón. Es curioso. En su lúcida vejez, Platón sugirió establecer por ley que "los niños no probaran el vino hasta los dieciocho años, enseñando que no conviene echar fuego al fuego ni en el alma ni en el cuerpo..." (Leyes, II, 666 a). La medicina actual está de acuerdo con el filósofo en el daño que el alcohol inflige en los menores, pero ciertos negocios de los mayores inducen a las autoridades a mirar para otro lado, y los chicos hacen su caldo gordo alcohólico cuando y donde les parece. (La ministra Salgado quiso evitarlo, pero fue detenida con injusticia.) "Dispondríamos después —prosigue Platón— que hasta los treinta años gustaran el vino moderadamente." Pero a fin de cuentas, ¿qué es lo que vemos? "Tenéis, en efecto, un régimen de campamento impropio de los habitantes de las ciudades, y tratáis a vuestros jóvenes como a potros juntos en manada que pacen en el prado: ninguno de vosotros toma al suyo propio arrancándole de entre los que pastan con él a pesar de su furia y resistencia, ni le pone particularmente un palafrenero, ni lo educa cepillándolo y amansándolo y ofreciéndole cuanto conviene a su crianza..." Esto se escribió a mediados del siglo IV antes de Cristo.
Y hace ochenta años Virginia Woolf respondió a un grupo de mujeres de la alta sociedad londinense que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; es decir, para emanciparse, logro femenino del siglo XX. Pero nuestros jóvenes, que ya poseen ambas cosas, están queriendo instituir un botellón propio en cada barrio, casi en cada calle, en connivencia con unas autoridades —el padre, la madre, el municipio— que muchas veces no ven, ni prevén ni proveen. O que transigen y están proveyéndonos a todos de ruido el día entero y la mitad de la noche: lección cotidiana de incivismo. Cabría empero preguntar si poseen en realidad habitación propia y si puede un joven de veintitantos años o más vivir bajo el techo de sus padres. Como esto no es posible, la misma vergüenza que hace salir a los jóvenes en otros países (y a nosotros, no hace tanto) echa a los nuestros a la calle, donde buscan habitáculo e identidad con premeditación, nocturnidad y alevosía. Y la palabra habitación es ambigua, porque las más de nuestras viviendas tienen cuatro o cinco habitaciones en 80 metros cuadrados. Son medidas desparejas que hacen dudar del sistema métrico decimal, como si el nuestro fuera más chato o nosotros más ruines. Particulares e inmobiliarios hablan del gran salón de diez o doce metros cuadrados, y nuestros alumnos han dado en considerar que leer dos o tres libros al año ya es mucho. El ascensor de cierto lujoso hotel indica que caben 5 personas (400 kg) en dos metros cuadrados; pero el de mi casa, nueva todavía, dice que cabemos 6 personas (500 kg) en un solo metro. Tout est relatif, dijo el fundador la sociología. ¿Todo? Auguste Comte murió hace siglo y medio, pero no exagera el Papa cuando habla de la dictadura del relativismo.
Hablo de la Universidad, pero nuestros estudiantes vienen de una Secundaria regularmente organizada. A principios de setiembre, cuando los progenitores vuelven al trabajo, reiteran una solicitud: que el curso empiece antes, sin esperar a mediados del mes. Y voces del Ministerio de Educación responden con cínica veracidad que no habrá cambios porque España está por encima de los países europeos en horas de clase. Nosotros nos arreglamos o desarreglamos metiendo más horas en menos días lectivos: es una combinación brutal. Todo empieza en Primaria, a los seis años, si es que no antes, en una guardería que se prolonga indebidamente, en consonancia con la jornada de sus progenitores, y todo se agrava en secundaria con un calendario de bachillerato que, a diferencia del universo mundo, disminuye sus días lectivos y los endurece con dosis inasimilable.
¿En manos de qué orfebres estamos?
[1] Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba.






Se presenta la flamante licenciada en Biología, del plan último de cuatro cursos, advierte, organizado en la dirección consensuada por las universidades europeas en la de Bolonia. Le ruego que precise los créditos que ha cursado, y al observar su expediente académico confirmamos lo que podría ser una aplicación del principio de Arquímedes en la Universidad española. La novedad ha consistido en reducir a cuatro los cinco cursos tradicionales. A fin de cuentas la titulación "tiene una carga global de 300 créditos". Hay 44 asignaturas, anuales o cuatrimestrales: 9, 7, 17 y 11. Créditos: 74, 79.5, 89 y 58. Y en seguida se deja traslucir el arbitrio que ha inspirado la composición del bosquecillo tropical. Los 300 créditos, sin duda justificados en carreras de cinco años —a razón de 60—, parecen poca carga anual por estos pagos, y la autoridad, considerando que eso es un paseo militar, sigue por los fueros de la desmesura tradicional con ese disparate. Razonablemente se ha acordado en Bolonia que un curso académico se limite a 60 créditos, porque no hay que olvidar el trabajo anejo en casa, en la biblioteca, en el laboratorio. Hemos comprobado que no son dables los 70, 80 y hasta 89 créditos que venimos aparejando desde hace quince años; pero la inercia es tan fuerte que casi nadie ve con qué minuciosidad se preparan los fracasos escolares. En fin, como cabe suponer, una mayoría de los participantes en este experimento de la Universidad de Jaén (nada excepcional por otra parte) fracasa en el empeño.
En el difícil camino hacia una universidad homologable, razonable, he pensado muchas veces que adolecemos de sobredosis y superfetaciones, ya tan reiteradas que producen melancolía, como adolecemos de grandes palabras que mantienen lo esencial. En la enseñanza secundaria, ¿no es la Educación para la ciudadanía una asignatura superfetatoria?
Recuérdese la memorable historia del orfebre encargado de labrar una guirnalda con el oro que el rey de Siracusa le había dado. Como se sabe, Hierón II no se fiaba: la guirnalda pesaba lo mismo que el oro entregado, pero sospechando que el joyero pudiera haber fundido otro metal barato en las hojas de laurel, plata o cobre, consultó al hombre más sabio de la ciudad, Arquímedes, que era por entonces el más sabio del mundo. Arquímedes se puso a pensar en el problema, y cuando se daba un baño comprendió que el agua rebosaba más o menos según el volumen de quien se metiese en ella: "¡Eureka!" Había descubierto que no basta el peso de la corona, que hay que medir también el volumen de agua que desaloja cada cosa y combinar esa medida con la densidad de cada metal. "El final de la historia cuenta que el orfebre fue ejecutado, porque la corona desplazaba más agua que aquel mismo peso en oro." Puede verse el libro de Ramón Núñez Centella, didáctico y amable, Esta es mi gente.
Pero hay más cosas. Cuando se elaboran los horarios, observamos en muchas Facultades universitarias una compresión análoga, y la semana de cinco días se comprime en cuatro: 4 días brutales y 3 de lo que sea, casi todos los cuales desalojan la posibilidad de trabajar con sosiego e inteligencia. Y peor aún, porque los puentes y otras circunstancias, como es bien sabido, contribuyen a dejar la semana todavía más reducida y viene a las mientes la respuesta chusca de aquel alumno preguntado por las partes del mundo. "Las cuatro partes del mundo son tres: Europa y Asia." Semanas hay de dos o tres días lectivos, y nuestros alumnos, invitados a hacer cuentas, alucinan cuando descubren los días reales de clase.
Al fondo de todo está la sociedad, el aire público, más importante que el pedagógico —dice Ortega en 1930—, pero si los fracasos escolares son más frecuentes en España, ya sucede algo parecido con nuestra productividad general, que se mantiene por debajo del nivel esperable. "La Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) quiso dejar patente el año pasado que, contrariamente a lo que se cree, para disminuir las horas de trabajo es necesario reforzar antes la productividad" (Infoempleo.com, 15.7.2007). El quid de la grave cuestión radica en el antes, y en ese adverbio estamos atascados. Entonces, ¿hasta cuándo durarán estos problemas que nos afectan, así en la Universidad como en el mundo laboral? ¿Por qué no se dan pasos decididos para evitar un desastre educativo que si culmina en la Universidad, se incoa en la enseñanza secundaria? Otros países han hecho cosas concretas, y choca leer en un libro de historia de 1776 la expresión "los montaraces de Finlandia" (Gibbon, Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, cap. X), porque sus tataranietos son hoy los mejores estudiantes del planeta; con daneses y neozelandeses, los nietos de aquellos montaraces encabezan también el ranking universal de la honradez, pues son los menos corruptos. Como sorprende en la Historia de España Menéndez Pidal, en el tomo dedicado al siglo XVI, lo que sigue: "En cuanto a la jornada laboral, parece que quedaba al arbitrio de los maestros en los oficios, sobrepasando generalmente las 10 horas diarias; con el agravante de que los días festivos el asalariado no cobraba, salvo si trabajaba. Lo que nos lleva a la siguiente conclusión: la población activa era muy escasa —en algunas ciudades no pasaba del 25 por 100—, pero con largas jornadas laborales" (1989; XIX, 461). En la página 458 el académico Manuel Fernández Álvarez escribe que "en general, los españoles del Quinientos tenían todos cierto humo de hidalgos en la cabeza, y por su índole natural, eran contrarios al trabajo". Bueno, en afirmaciones tan generales la palabra todos disuena, y debe discutirse lo de natural para la índole, que es por definición histórica y social, pero siempre hay que leer a los historiadores para comprender la vida presente. La sociedad es intrínsecamente histórica, dice Julián Marías al principio de La estructura social. Ahora bien: esa jornada partida nuestra, probablemente criminal, que pringa el día entero sin escape, ¿no subsiste en cierto modo, con el pluriempleo y el paro (femenino) subsiguiente? Esa jornada morrocotuda, ¿no llama especialmente la atención de los extranjeros, incluidos portugueses e italianos?
Cuando los ferrocarriles empezaron a rodar, un ingeniero de locomotoras publicó en París un vademécum donde puede leerse: "El mecánico y el fogonero deberán abstenerse durante la marcha de toda conversación con las personas que vayan en la locomotora" (Florentin Coste, Vademécum du mécanicien conducteur de machines locomotives, 1847; lo cita Azorín en su libro París, escrito a base de artículos que iban a La Nación de Buenos Aires, en la capital francesa durante los tres años de guerra civil, revisado en 1966; pág. 321). A los viajeros nos prohibían en tiempos hablar con el conductor del autobús. Hoy se ruega por favor no distraerlo, pero desde luego muchos ya saben distraerse solos con la radio, con la televisión y hasta con la velocidad. ¿Quién se atreve a amonestar al funcionario que dedica media mañana a conversar, a fumar...? Y al taxista cínico que pone la Cope o la Ser —"la pongo pa mí, pa distraerme y enterarme de lo que pasa en el mundo; no hay que ser rígido"—, ¿quién le convence de que si el coche es suyo, el uso lo paga el cliente?
En la Universidad las cosas son análogas. Los estudios superiores se han extendido prodigiosamente en todos los países europeos, pero mucho más en España, donde la explosión universitaria empezó antes de que se completara la educación obligatoria. Según el Libro Blanco, página 44, el curso 1966/67 la cifra de niños sin escolarizar era de 560.928, el 12 por ciento; por aquellos años, como se recordará, cinco mil maestros se dedicaban en exclusiva a enseñar a leer y escribir a los adultos que quedaban de una incuria tradicional. Tal extensión es buena en principio, pero nadie deja de ver que la calidad de nuestros estudiantes —muchos de cuyos padres apenas tienen escuela elemental— resulta con frecuencia penosa, hasta el punto de que no parecen tales y podemos ver en la Facultad a muchachos vestidos de voley playa; hasta el punto de que contaminan el aire pedagógico, confluido con el aire público festivo que hace coincidir el final del verano con la instalación de las colgaduras de luces de Navidad. Muchachos y muchachas se matriculan porque la Universidad aún conserva prestigio (quien tuvo retiene), pero la vida cotidiana del Alma Mater se ha deteriorado en lo que va de siglo más de la cuenta. ¿Por qué?
A mí me parece que es demasiado barata: el estudiante paga muy poco por matricularse, lo que es injusto porque después, durante toda su vida, tendrá una retribución mucho mayor que la de los que carecen de estudios superiores. Antes (otra vez el orden) el Estado, cada Comunidad Autónoma, está gastando o invirtiendo en cada estudiante, se mire como se mire, menos de lo que suelen los países del entorno; como nuestros créditos son más numerosos, el resultado de todo es menos creíble y la probabilidad de trabajar de nuestros titulados, menor que en la mayoría de los países de la OCDE. Es menor, con diferencia, porque hay más estudiantes; y hay más estudiantes (que no estudian) porque la matrícula que abonan es insignificante y ya de entrada subestiman estudios y profesores: el importe se mantiene bajo por demagogia, o acaso por inercia, por debilidad, por empecinamiento en el error. Hay alumnos que obtienen una beca, la cobran por adelantado y ni aparecen. Todo esto ¿es inevitable y fatal?
Leyendo el último libro de Edward O. Wilson, profesor emérito en la Universidad de Harvard —La Creación, hermoso y legible—, cruzo unos datos: en la página 192 habla de los cuarenta y un años que lleva en Harvard como profesor; en la 204, de los consejos que dio a cientos de alumnos. Y entonces pienso con humildad en mí: yo voy a cumplir treinta años en la Universidad de Córdoba, pero ya hace varios que calculo en millares los que he tenido en clase; el curso pasado más de trescientos, si bien en torno a un diez por ciento ni aparecen. (Uno, desconocido, vino a pedirme un favor al despacho: un cero para mantener la beca...) A mi juicio, nuestros cursos académicos andan sobrecargados porque no pocos estudiantes, sin vocación alguna, se matriculan en la Universidad para pasar el rato; lo hacen en mayor número porque la tasa de matrícula, tan barata, se lo pone fácil. Es un desastre tan anunciado como indisculpable. La muchedumbre de estudiantes postizos —señoritos nuevos de padres enajenados en jornada valetudinaria— estorba el sistema entero y por eso hablo de universidad malbaratada. Haber sextuplicado desde 1970 la tasa de educación universitaria (los europeos, triplicado); con más de 4.000 estudiantes por 100.000 habitantes, superando en un millar a Italia, Francia y Reino Unido, en casi dos mil a Alemania, crecimiento tan enorme tiene un alto costo.
Por idiosincrasia de unos y de otros, sostenemos y no enmendamos la antigua usanza fracasada, y este mes de setiembre nos confirman que los jovencitos españoles ocupan el cuarto puesto por la cola en grupo de veintinueve países de la OCDE; solamente Turquía, México y, como suele, Portugal fracasan algo más al acabar la Secundaria, llámese Bachillerato o Formación Profesional. Y al fondo de la educación la sociedad: "La cultura empresarial sigue apostando por la presencia en perjuicio de la eficiencia. Los españoles trabajan 219 horas más que la media de la Unión Europea de los 15" (v. páginas de Negocios de El País, 2.9.2007). ¿No será que pervive la cultura de la apariencia, lo que en el Siglo de Oro se llamaba figurería? Añadamos aún la palabrería, predominante en negocios, en trabajos, en todas partes. "Pocas palabras cumplen al buen entendedor", leemos en el Libro de buen amor, ¿pero quién entiende nada sin palabras excesivas, apresuradas, altísimas? Y la jornada laboral más larga de Europa se descompensa con puentes que asombran a nuestros vecinos, de Italia o del Ecuador, y así sucesivamente. Bien dice Marías que España no es un país subdesarrollado sino mal desarrollado.
En tiempo tan espantosamente dispuesto por los estrategos de la dilación, los jóvenes beben alcohol desde chicos. Modelos no les faltan. Beben en manada que grita —con griterío que parece costumbre protegida al sur del Pirineo— y pugna por dar a luz a ese espectáculo lamentable llamado botellón. Es curioso. En su lúcida vejez, Platón sugirió establecer por ley que "los niños no probaran el vino hasta los dieciocho años, enseñando que no conviene echar fuego al fuego ni en el alma ni en el cuerpo..." (Leyes, II, 666 a). La medicina actual está de acuerdo con el filósofo en el daño que el alcohol inflige en los menores, pero ciertos negocios de los mayores inducen a las autoridades a mirar para otro lado, y los chicos hacen su caldo gordo alcohólico cuando y donde les parece. (La ministra Salgado quiso evitarlo, pero fue detenida con injusticia.) "Dispondríamos después —prosigue Platón— que hasta los treinta años gustaran el vino moderadamente." Pero a fin de cuentas, ¿qué es lo que vemos? "Tenéis, en efecto, un régimen de campamento impropio de los habitantes de las ciudades, y tratáis a vuestros jóvenes como a potros juntos en manada que pacen en el prado: ninguno de vosotros toma al suyo propio arrancándole de entre los que pastan con él a pesar de su furia y resistencia, ni le pone particularmente un palafrenero, ni lo educa cepillándolo y amansándolo y ofreciéndole cuanto conviene a su crianza..." Esto se escribió a mediados del siglo IV antes de Cristo.
Y hace ochenta años Virginia Woolf respondió a un grupo de mujeres de la alta sociedad londinense que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; es decir, para emanciparse, logro femenino del siglo XX. Pero nuestros jóvenes, que ya poseen ambas cosas, están queriendo instituir un botellón propio en cada barrio, casi en cada calle, en connivencia con unas autoridades —el padre, la madre, el municipio— que muchas veces no ven, ni prevén ni proveen. O que transigen y están proveyéndonos a todos de ruido el día entero y la mitad de la noche: lección cotidiana de incivismo. Cabría empero preguntar si poseen en realidad habitación propia y si puede un joven de veintitantos años o más vivir bajo el techo de sus padres. Como esto no es posible, la misma vergüenza que hace salir a los jóvenes en otros países (y a nosotros, no hace tanto) echa a los nuestros a la calle, donde buscan habitáculo e identidad con premeditación, nocturnidad y alevosía. Y la palabra habitación es ambigua, porque las más de nuestras viviendas tienen cuatro o cinco habitaciones en 80 metros cuadrados. Son medidas desparejas que hacen dudar del sistema métrico decimal, como si el nuestro fuera más chato o nosotros más ruines. Particulares e inmobiliarios hablan del gran salón de diez o doce metros cuadrados, y nuestros alumnos han dado en considerar que leer dos o tres libros al año ya es mucho. El ascensor de cierto lujoso hotel indica que caben 5 personas (400 kg) en dos metros cuadrados; pero el de mi casa, nueva todavía, dice que cabemos 6 personas (500 kg) en un solo metro. Tout est relatif, dijo el fundador la sociología. ¿Todo? Auguste Comte murió hace siglo y medio, pero no exagera el Papa cuando habla de la dictadura del relativismo.
Hablo de la Universidad, pero nuestros estudiantes vienen de una Secundaria regularmente organizada. A principios de setiembre, cuando los progenitores vuelven al trabajo, reiteran una solicitud: que el curso empiece antes, sin esperar a mediados del mes. Y voces del Ministerio de Educación responden con cínica veracidad que no habrá cambios porque España está por encima de los países europeos en horas de clase. Nosotros nos arreglamos o desarreglamos metiendo más horas en menos días lectivos: es una combinación brutal. Todo empieza en Primaria, a los seis años, si es que no antes, en una guardería que se prolonga indebidamente, en consonancia con la jornada de sus progenitores, y todo se agrava en secundaria con un calendario de bachillerato que, a diferencia del universo mundo, disminuye sus días lectivos y los endurece con dosis inasimilable.
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Julio Almeida. Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

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12:09 p. m.  

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