Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

miércoles, enero 02, 2008

La sensibilidad histórica

Conocer la realidad no basta para que el hombre actue según la esencia o consistencia de aquella con « cuenta y razón », esto es justificada e inteligentemente. Es preciso, para ello, que su pretensión o voluntad se someta a lo que la realidad es. Pero ocurre, además, que el conocimiento exige ciertas condiciones de método, y la aprehension primaria de la realidad es una de las más importantes. Para conseguirlo es necesario poseer una sensibilidad lo más « transparente » y afinada posible, para que, en nuestro contacto con las cosas y seres, nuestra aprehensión se vea perturbada lo menos posible por las inevitables interferencias de nuestros desiderata. De ahí la importancia que, desde su comienzo griego, ha tenido en nuestra civilización el « ocio », que, naturalmente, nada tiene que ver con la holganza o desocupación, sino que se trata de una de las actividades más arduas y exigentes a que debe someterse el hombre para conocer la realidad : la de la previa y constante contemplación –sentitiva, intelectual- de las cosas en su estar y en su ser –o si se prefiere, dejándolas ser y estar-, tarea indispensable para aprehender su verdad o su esencia, evitar el error, y no confundir « el deseo con la realidad ». La tarea contemplativa exige, por tanto, un intenso cultivo de las cualidades humanas y, por ello, « hombre culto » quiere decir, no tanto el que sabe muchas cosas, sino principalmente el que que al cabo del tiempo ha conseguido adquirir « una espontaneidad cultivada », el habitus del recto actuar de que hablaban los escolásticos medievales. Así, el individuo que vive « espontáneamente » pero con plena conciencia, el ideal y el proyecto histórico que constituyen la sociedad a la que pertenece, tiene « sensibilidad histórica », sabe de « donde viene » y « a donde va », distingue entre los fines últimos y los más mediatos de las « empresas » a realizar , sin olvidar poner en relación unos fines con otros ; y utiliza su pasado poseído como una tradición viva en la que busca apoyo o inspiración para la realización creadora (la historia no tiene marcha atrás : o inventa o se estanca y periclita) de las empresas o pretensiones razonadas que le animan. Quisiera mostrar con un ejemplo, algunos de los « mecanismos » espontáneos o intuitivos que la sensibilidad histórica pone en juego en las situaciones delicadas o graves de una sociedad concreta.

En un texto aparecido en 1979 como « homenaje » a un historiador y, por tanto, escrito seguramente algunos años antes, el gran medievalista francés Jacques Le Goff afirmaba : « Tan lejos como pueda llegar la mirada del historiador, toda cultura se nutre de herencias. El peso de esas herencias en una cultura constituye uno de los elementos más importantes para definir su naturaleza. La mayoría de los medievalistas estarán, pienso, de acuerdo conmigo para estimar que el peso es particularmente grande en la cultura del Occidente médieval. » Razón por la cual, estimaba el mismo Le Goff, la Edad Media es una de las etapas más creadoras de la civilización occidental. Con esta cita sólo quiero señalar que a finales del los años 1970 había aparecido un cambio notorio en la sensibilidad histórica francesa, como puede verificarse por el hecho de que la idea tópica de un medioevo de tinieblas y barbarie, que las llamadas Luces –y antes que ellas, ciertos humanistas del Renacimiento- carecía ya de vigencia, al menos entre algunos historiadores egregios.

Esta nueva sensibilidad histórica –y que no se limita sólo a la Edad Media, (la he tomado únicamente como ejemplo), no significa que la « nueva historia » suplante una « Edad Media negra » por una « Edad Media dorada », sino que la reemplaza por una Edad Media real, con sus luces y sombras, y sobre todo, lo hace sin olvidar ninguno de sus ingredientes constitutivos, dando a cada cual el lugar que le corresponde en la estructura de la vida medieval. La idea de que este largo periodo « medio » de la historia europea, porque se pretendía situado entre dos épocas cenitales de la humanidad –la Antiguedad clásica precristiana y el Renacimiento que inicia la « modernidad »- haya dejado de ser el « espantapájaros » o el « agujero negro » de la historia occidental, refluye sobre las demás edades y modifica considerablemente la visión de su totalidad. La ganancia es notoria : diez siglos de historia vienen a enriquecer y lastrar de peso el patrimonio cultural y espiritual del país vecino. El descubrimiento del valor de la Edad Media no data, sin embargo, de los últimos decenios. Todo el mundo sabe que se inicia con el romanticismo, más precisamente, reaparece elogiosamente tratado en la obra de algunos románticos, como Chateaubriand. Pero el romanticismo no tuvo la influencia decisiva que se cree en la historiografía del siglo XIX y parte del XX. Entre los dos siglos, sin embargo, una estimación crítica positiva ve la luz y va a formar los cimientos de la interpretación actual. Ramón Menéndez Pidal, Étienne Gilson, Émile Mâle son algunos de los nombres que más han contribuido a cambiar la imagen negativa de la Edad Media en la primera mitad del siglo XX. Pero la aceleración decisiva proviene de los cambios acaecidos en Europa entre 1914 y 1945.

Hágase memoria de la situación de las grandes naciones europeas en la víspera de la Gran Guerra, poco antes, pues, de 1914. Inglaterra era la primera potencia del mundo, señoreaba los mares de los cinco continentes y poseía el imperio colonial más grande. Venía después el de Francia quien disputaba a Alemania, la otra gran potencia continental, el liderazgo cultural de Europa ; el Imperio Austro-Húngaro, a pesar de sus deficiencias, mantenía unidos a innumerables pueblos que, sin él, no hubieran gozado del nivel y de las posibilidades de la civilización austriaca. España despertaba a nueva vida intelectual, literaria, artística y Rusia se perfilaba como un gigante industrial, un futuro nuevo « grande ». En el dominio intelectual, el positivismo empezaba a ser superado en todos los ámbitos del saber, y una fuerte corriente poética intentaba disipar el tufo prosaico y utilitarista del « economicismo » dominante ya. La vida espiritual veía la renovación del catolicismo, a pesar del fuerte movimiento « integrista » contra el « modernismo » religioso, y era incluso incipiente en España, como ha puesto de manifiesto la reciente biografía de Zubiri de J. Corominas y J. A. Vicens. Envolviendo la época, la cultura de las Luces parecía augurar para todos una edad definitiva de « progreso automático » para todas las naciones (aun cuando algunos, como Charles Péguy, denunciaran ya los cambios acaecidos desde 1890 y las taras presentes en el seno de la sociedad occidental y las consecuencias que acarreaban ya a comienzos del siglo XX.) Treinta años después, en 1945, acabada la II° Guerra mundial, la situación es muy otra : Europa occidental depende de la ayuda americana para sobrevivir económicamente y, militar, para evitar caer bajo la órbita del comunismo soviético. Europa se ha destruido, no es dueña de su destino,–la « batuta » ya no está en sus manos- y, hecho agravante, no es posible ocultar que la cultura de las Luces ha sido incapaz de evitar tales desastres. La crisis es, pues, total.

Las ruinas no son sólo materiales. Nunca Francia se había encontrado con tal cúmulo de problemas. Ya en plena guerra, un historiador de la Edad Media y además resistente, Marc Bloch, que será fusilado por los alemanes en 1944, fundador con Lucien Febvre de una nueva corriente historiográfica y de la famosa revista « Annales », escribirá un ensayo, La extraña derrota, un análisis muy hondo y sin complacencia sobre la situación del país en 1940. Hay, pues, que preguntarse : ante una crisis de tal magnitud, y dados los transtornos profundísimos acaecidos en Europa, y cuya solución no puede ser considerada sino a largo plazo, ¿qué hará una nación acostumbrada desde la alta Edad Media a estar en la primera fila de la historia europea?

El supuesto básico es la existencia de una fuerte sensibilidad histórica en el pueblo francés. A pesar de todos los males que pudieran padecer y de los errores que pudieran haber acumulado, querían continuar siéndolo, es decir, querían continuar siendo franceses, permanecían identificados con el proyecto bimilenario de esa entidad histórica llamada Francia. Las élites sabían que después de haber salido victoriosas de la Primera Guerra mundial (aunque de rodillas, le expresión es del historiador François Bluche) y muy mal parada de la Segunda, sólo la acción innovadora en todos los dominios podía ser saludable.

Si en el plano material, económico, las cosas podrán ir relativamente de prisa, gracias, entre otros motivos, al plan Marshall, la calidad de la mano de obra francesa y las riquezas naturales del país, en el orden de las pretensiones históricas y de lo que podríamos llamar la « interioridad » anímica de la nación, la reconstrucción se presentaba como tarea mucho más compleja y difícil, y de mucho mayor aliento. ¿Qué se hará ? ¿Tabla rasa del pasado y borrón y cuenta nueva ? Justamente lo contrario, pero de forma radical. Entre las innumerables acciones que se ponen en marcha, pienso que el acierto más importante fue el ahondamiento y difusión de la historiagrafía de la « larga duración » -la consideración de los fenómenos históricos desde sus orígenes más lejanos para percibir con nitidez las permanencias, los cambios y sus causas, y la pretensión de una « historia total », esto es, de tener en cuenta todos los ingredientes concretos que han entrado a lo largo de la historia de la vida francesa, incluidas las conexiones de ésta con la de los otros pueblos europeos. No se trata de ninguna « vuelta atrás », sino de todo lo contrario : de poseer el patrimonio para poseerse a sí mismo, condición primaria para continuar siendo e innovando a la vez. Con esta « nueva historia » -a la que lo único que falta, quizá, es una mayor explicitud del concepto de « proyecto histórico colectivo »-, creo que se pretendía alcanzar tres objetivos : tener una visión integral de la historia de Francia, recuperar la totalidad del patrimonio cultural francés –recuérdese el lanzamiento del programa del « inventario del patrimonio » por André Malraux a comienzos de los años 1960-, incluyendo el riquísimo de la historia religiosa, fundamento durante tantos siglos de la vida nacional, y, de paso, « neutralizar » en la medida de los posible todas las corrientes historiográficas, producto de la propaganda exterior o de las « modas », y cuya difusión era imposible evitar.

No es este el lugar de hacer ningún balance, tanto más cuanto que semejante empresa implica un muy largo empeño. Sólo indicaré que, a comienzos de los años sesenta se esperaba una renovación de la Iglesia gracias al concilio Vaticano II, pero se impuso el nihilismo de « Mayo 68 » (Es bien sabido los esfuerzos que han tenido que hacer los dos últimos papas –sin olvidar Pablo VI- para rectificar la trayectoria un tanto borrascosa de la Iglesia inmediatamente posconciliar). Las consecuencias, como puede percibir cualquiera, son más bien negativas. La textura actual de la vida presente es de muy difícil compatibilidad con cualquier intento de reforma o de renovación en el dominio de lo propiamente humano. Sólo la libre decisión de oponerse a las « vigencias del tiempo » –de « nadar contra la corriente »- puede convertirse en el substrato sobre el que pueda iniciarse una inflexión de la trayectoria de nuestro tiempo. A partir de ahí, la recuperación del sentido de lo real podría abrir la vía a la experiencia de la vida, matriz de la razón filosófica (en su ensayo « La experiencia de la vida » y en Razón de la Filosofía Julián Marías ha dicho cosas muy importantes al respecto) y a la renovación de un sentimiento religioso fundado en aquella, esto es, en la honda convicción de las posibilidades y límites del hombre, en última instancia, de la radical menesterosidad de éste. Es obvio que la aculturación del hombre actual debe ser considerada desde múltiples y conexos puntos de vista. Pero uno de las tareas aculturadoras que podrían resultar más fecundas sería la de utilizar los estudios históricos –literarios, artísticos, religiosos, filosóficos- con el fin de enriquecer la interioridad de nuestros contemporáneos, ya que la realidad de que está hecho el hombre es histórica (ideales, proyectos, finalidades, imaginación creadora), dejando a la capacidad asimiladora de cada cual, la última palabra del proceso. Así se podría ir regenerando la textura del tejido social y podría permanecer abierta la posibilidad de un cambio real. Por otro lado, la ineludible necesidad de vivir de forma más razonada y razonante, frente a los retos del cambio climático y de los límites de los recursos materiales del planeta, podría contribuir también decisivamente a precipitar ese urgente cambio.

Juan del Agua