Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

viernes, febrero 22, 2008

El poder temporal y la Iglesia

Por Juan del Agua
Empecemos por una rápida y esquemática evocación histórica de la cuestión. La función del poder temporal es la de fomentar toda clase de recursos, tanto materiales como culturales, con vistas a la mejor realización colectiva posible del proyecto histórico en que la sociedad que regenta ese poder consiste. Se trata, por tanto, de una tarea cuya finalidad es la de mantener la supervivencia de una colectividad mediante los niveles más altos de acierto gubernamental.

Resulta aquí inútil enumerar todas las cualidades humanas que tan complejo menester requiere. Quien quiera hacerse alguna idea del asunto lea una historia del paradigma romano antiguo. Con ello sólo quiero hacer referencia a los contenidos y a la estructura del poder romano y al papel que el pensamiento político y el derecho juegan en él. Pues bien, gracias a la indiscutible sabiduría política de los romanos –no exenta de injusticias que la empañan, con razón, a nuestros ojos- el Imperio romano sobrevivió en Oriente hasta 1453 (caída de Constantinopla) y en Occidente se transfiguró en lo que, durante la Edad moderna, se convertirán las naciones europeas.

El cristianismo fue el catalizador de esa transfiguración o metamorfosis de la civilización romana en lo que, desde el comienzo de la Antigüedad tardía, va a ir emergiendo como civilización occidental. La Iglesia se va a constituir, pues, como un nuevo poder, el poder espiritual, pero no se va sustituir al otro ya en plaza, el poder temporal, sino que va a colaborar con él, más o menos armoniosamente unas veces, en pugna otras, conservando cada cual la función específica que le cualificaba. En cualquier caso, lo que sí me interesa subrayar aquí es que el pensamiento filosófico siempre estuvo presente tanto en la elaboración de las teorías políticas, como en la de las Sumas y los tratados teológicos. Cuando a partir de la Revolución francesa (en realidad a partir del triunfo, en la segunda mitad del siglo XVII, en muchas monarquías de la “razón de Estado” maquiavélica) el poder temporal rompió los lazos que le unían al poder espiritual, no por ello abandonó el pensamiento político, sino que continuó produciendo innumerables “ideologías”, si bien, la mayor parte de las veces lo fue para intentar justificar su acción o “voluntad de poder”, más que para ahondar en la fundamental noción del bien común. Se podría hacer un catálogo razonado de las consecuencias que en la vida occidental han tenido las políticas de las grandes potencias fundadas en “ideologías” desde comienzos del siglo XIX, pero no es este el lugar adecuado para ello. Por poner un ejemplo diré que, si las potencias beligerantes de la Primera Guerra mundial hubieran accedido a las súplicas y las razones del papa Benedicto XV para ponerse alrededor de una mesa a hablar de paz en vez de continuar sumiendo a Europa en un campo de ruinas y de millones de muertos en nombre de la más cínica libido dominandi (codicia de dominación) disfrazada de Kultur por un lado, y de civilisation por el otro, se hubieran evitado innumerables desgracias y males a los pueblos de Europa y de otras partes.

Sin embargo, con el triunfo de los totalitarismos de todo tipo -no sólo político- que empiezan a pulular a partir de los últimos años de la década 1910 –consecuencia, en parte, de la guerrona que acaba de concluir- se va a ir sustituyendo el pensamiento en el orden político por la más cínica arbitrariedad disfrazada de ideales muy altos, pero que en realidad no es sino la encarnación de los deseos, intereses o conveniencias de las grandes potencias o de algunos grupos poderosos de presión. Esta actitud arbitraria no se limita únicamente al dominio de la política, sino que, proveniente del fondo del alma contemporánea, destiñe sobre el conjunto de las formas de la vida del hombre del siglo XX. Ahora bien, para que la vida colectiva pueda proyectarse con una esperanza razonable de acierto en el futuro, de una forma más concreta, para que el hombre no vea recortado el horizonte de su porvenir por un muro de barbarie y decadencia irremediable, es necesario respetar la consistencia de su íntegra realidad – natural, histórica, económica, social-, respeto que implica, además de la renovación constante del patrimonio cultural ante las nuevas circunstancias, un pensamiento creador de nuevas posibilidades humanas. Ahora bien, es precisamente en nombre de la libertad de conciencia que la Iglesia interviene hoy. Porque esa libertad no consiste en transformar -y declarar- un error voluntario, una perversion moral o una obsesion irracional en verdad o realidad plenaria y legitima, sino que, afincada en el seno de la libertad ibnterior, es la actitud que el hombre toma para enderezar errores graves utilizando de modo recto la razón natural.

Cuando el poder temporal, confundiendo la forma política de la democracia con los desiderata nihilistas y, por tanto, totalitarios de algunas minorías que producen una fuerte discordia social, amenaza con ello el futuro de la colectividad, no debiera causar sorpresa que la Iglesia, como poder espiritual que continua siendo, recuerde la necesidad de respetar la consistencia de la realidad, siempre que respete la libertad de conciencia y se atenga a lo que podríamos denominar, con palabra escolástica, la razón natural, la razón común de todo humano, al menos a los pertenecientes a la misma civilización. Se entiende muy bien que se reprochara a la Iglesia, aunque habría que hacerlo con ecuanimidad y conocimiento de causa, que no siempre haya denunciado los desmanes contra el derecho o la justicia, pero se debería, en cambio, señalar el acierto que supone retornar a hacer uso de su poder espiritual, tanto más cuanto el temporal muestra singulares fallos en el ejercicio del suyo. Es inútil intentar justificar que sólo el respeto de las condiciones de lo real hace posible la realización de una vida verdaderamente humana, es decir, rebosante de sentido. Los que reducen la realidad del hombre a la satisfacción de sus pulsiones primarias difícilmente pueden comprender que la vida tenga metas de muy otra racionalidad. Por lo demás, tampoco hay que olvidar que cuando la Iglesia recuerda la dimensión racional del hombre, no sólo habla de razón abstracta, sino que, para ella, razón y renovación de la interioridad son las dos caras de la realidad humana más honda y esencial. Pues sólo a partir del intenso y permanente cultivo de las cualidades intrínsecas que encierran los caracteres constitutivos del hombre, éste conserva su mismidad y se mantienen abiertas las condiciones para una reformación general de todos los ámbitos de la existencia humana, cuando ello se revela necesario, como ocurre en estos momentos en las llamadas sociedades occidentales.

Juan del Agua

Pau, febrero 2008