Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

viernes, abril 04, 2008

Señores, o ustedes o yo

Julio Almeida

El último libro de George Steiner publicado en español contiene una interesante entrevista con Ronald A. Sharp sobre "El arte de la crítica". Cuando se le pregunta por los profesores que más han contado para él, el maestro de lecturas —educado en las lenguas francesa, inglesa y alemana— empieza por el principio: "Estoy encantado de responder. Algunos fueron maestros de escuela. En Francia íbamos al jardín de infancia con blusa azul, llevábamos la cesta de la comida y nos poníamos firmes cuando entraba el maestro. Bueno, pues entra el maestro —aún recuerdo su nombre—, mira a aquellos críos de cinco o seis años y dice: 'Señores, o ustedes o yo.' Entonces supe cuál es el objeto de toda teoría de la enseñanza: 'O ustedes o yo.' Cuando oigo hablar a los colegas acerca de la formación de los maestros en América, yo suelto una risita sarcástica, porque el arte de enseñar se reduce a saber lo que quiere decir esa expresión" (Los logócratas, p. 127). Hacia 1935, ¿qué quería decir aquel noble maestro de escuela de París que empezaba llamando señores a sus pequeños?

La enseñanza primaria francesa ya llevaba medio siglo funcionando cuando el niño Steiner, nacido en París en 1929, originario de Viena, fue a la escuela. En América, según informa Tocqueville en un libro clásico de 1835, medio siglo antes de las leyes de Ferry, la instrucción primaria se hallaba al alcance de todos, y esa fue la originalidad americana; la instrucción superior, al alcance de casi nadie. En cambio en España —lo subrayó Lerena— la escuela primaria se extendió con cincuenta o sesenta años de retraso como mínimo respecto del conjunto europeo. Pero el gran judío, cuya sonrisa recuerda a Billy Wilder, acaso remoto pariente suyo, piensa seguramente en toda enseñanza: de párvulos a la universidad, y de la Grecia clásica, donde empezó la educación, la paideía —léase la magna obra de Jaeger—, a la "masificación universitaria" actual. En España nos acercamos a la mitad de la población de cada cohorte o quinta.

Naturalmente, hay que distinguir de tiempos para concordar derechos y deberes, porque no es lo mismo la clase de párvulos que la enseñanza universitaria. No es lo mismo la escuela pública de los años 50, cuando los asiduos no éramos mucho más de la mitad de los niños entre 6 y 12 años, que la enseñanza obligatoria de nuestros días hasta los 16. No es lo mismo una clase de párvulos con veinte niños que con más de cuarenta, y dígase lo propio de la Secundaria y de la Universidad. Las catorce asignaturas que le tocaron al joven Steiner en la Universidad de Chicago "equivalen" a la mitad de las nuestras (catorce teníamos en Sevilla solamente en los dos cursos Comunes de Letras, nada fáciles), para no entrar en el inextricable bosque bonsái en que andamos perdidos desde 1992. Nunca será igual la educación de nadie con un padre y una madre profesionales, es decir, dedicados a su oficio de progenitores —suerte que tuvimos algunos—, que la habitual circunstancia española actual de una madre y un padre tan volcados en su trabajo como olvidados de su progenie: esta es la novedad absoluta, la cesura que lo desconcierta todo. Con estas condiciones y salvedades, y alguna más que pudiera aducirse, queda en pie la cuestión: "O ustedes o yo."

Tal vez debamos empezar por ahí, por la profesionalidad inherente que, si ha sido norma inmemorial, está brillando por su ausencia en multitud de padres. Cuando el poeta dice que "otro oficio más grato / no hay para unos padres que cuidar a sus hijos" (Leopardi, Cantos, XXIII), podría parecer lo obvio, pero la situación ha cambiado mucho, y lo de la negletta prole, que dice en otro canto, lo vemos todos los días; ha llegado a ser tan frecuentemente negligida la prole, que la normalidad antigua del chico estudioso que sabe que sus padres esperan algo de él —el niño infantilmente moral, que dice Zubiri— causa molestia y está siendo asaeteada tanto en las aulas como fuera de ellas. En Paideia (o Paideía: sólo en el lomo se ve, con lupa, el tímido acento dorado, creo que preceptivo, en la edición del FCE de 1968), libro escrito durante el período de paz que siguió a la primera Guerra Mundial, dice Jaeger en el prólogo a la primera edición en español (Harvard University, 1942), en este gran libro leemos esto: "El sistema griego de educación superior, tal como lo constituyeron los sofistas, domina actualmente en la totalidad del mundo civilizado." El humanista alemán de Harvard nos dirige a Platón, al Protágoras, donde se habla de la posibilidad de la educación. Con discursos razonados y con mitos, entre burlas y veras, como suele el divino Platón presentar a su maestro Sócrates en diálogo con sus interlocutores, se habla de la posibilidad de enseñar la virtud y aun de la enseñanza en general. Los hechos son tozudos y los griegos sabían, como nosotros, que "no tiene nada de sorprendente —razona Protágoras a Sócrates— el que de padres buenos salgan hijos malos y de malos, buenos" (328 b). Para el sofista Protágoras la virtud es enseñable, pero Sócrates no lo tiene tan claro. Ambos están de acuerdo con Simónides en algo: "Sin duda, llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil" (339 b). Pero Sócrates, ayudado por su venerado Pródico, que se halla presente, matiza que llegar a ser no es lo mismo que ser, porque después no es tan difícil, y recuerda las palabras de Hesíodo: "De la virtud, en cambio, el sudor pusieron delante los dioses inmortales; largo y empinado es el sendero hacia ella y áspero al comienzo; pero cuando se llega a la cima, entonces resulta fácil por duro que sea" (Trabajos y días, 289). Ello no obstante, cabe la posibilidad de que el hombre bueno llegue a ser malo, "pero no cabe que el malo llegue a ser malo, porque lo es necesariamente siempre" (344 e). Más todavía: "Muchas veces, por ejemplo, a una persona le cae en suerte una madre, un padre, una patria o algo por el estilo, un tanto especiales. Los que son malos, cuando les sucede algo de esto, lo ven como con agrado y con sus reproches sacan a la luz y divulgan los defectos de los padres o de la patria... Los buenos, por el contrario, disimulan y se esfuerzan en procurarles alabanzas" (346 ab).

Y en el diálogo sobre la virtud vemos y oímos a Sócrates repasando la vida de hijos de hombres notables. Sus habilidades en cuanto se refiere a la música y a la lucha nada tienen que envidiar a ningún ateniense; pero ¿en lo tocante a la virtud? Ahí ya no hay seguridad. "¿Cómo admitir que Tucídides, que hacía dar a sus hijos una formación tan costosa, se hubiera negado a hacerlos personas virtuosas sin gastar nada si la virtud se hubiera podido enseñar?" (Menón, in fine). Andando el tiempo sería el lamento del emperador Marco Aurelio, por ejemplo, cuyo hijo y sucesor Cómodo, gran luchador en la arena, no era precisamente un dechado. Hoy diríamos que la virtud no es enseñable siempre, con seguridad; que la virtud del modelo la comprende quien la desea y la busca. Sólo quien se halla de algún modo predispuesto la aprende y la emprende, y debe recordarse la parábola evangélica del sembrador, y luego la de los talentos, así como la metáfora próxima de Nietzsche, hablando precisamente de los virtuosos: "Reja de arado quiero ser para vosotros" (Zaratustra, II, 2). Que Zaratustra quiera ser reja de arado no significa desde luego que el joven vaya a dejarse ablandar o arañar su alma refractaria. Al principio del cuatrimestre vemos ojos desconfiados y ariscos; son caras anónimas y duras que nos contemplan y que después de un tiempo, tal vez, logramos ablandar. Con suerte se estira algún cuello (como solían los oyentes de Sócrates, según Platón), pero por desgracia muchos permanecen estaférmicos, impermeables.

En una de sus escasas colaboraciones en la prensa, porque se cumplía el XXV aniversario de Ortega como catedrático, su discípulo Zubiri escribió en El Sol un breve artículo "Ortega, maestro de filosofía", que concluye así: "Si el ser alumno pertenece al pasado, el ser discípulo pertenece a lo que no pasa." El artículo puede leerse en el libro póstumo Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1944). ¿De cuántos hemos sido en efecto alumnos pasajeros? De muchos, olvidables y olvidados. ¿De cuántos, discípulos, a quienes recordamos con vívida gratitud? De muy pocos, y, como le sucede a Steiner, yo tengo la suerte de rememorar con alegría a mi maestra de párvulos, cuya letra fue la mía durante el primer decenio de mi escritura; me emociona saber que su habla de Fontiveros está en mi origen. Del fundador de la filosofía española en el siglo XX dice Zubiri, en un párrafo muchas veces citado: "Fuimos, más que discípulos, hechura suya... Recibimos entonces de él lo que ya nadie podrá recibir: la irradiación intelectual de un pensador en formación." Bueno, para eso están los libros, y ahí se equivoca el viejo Sócrates. No podemos imaginar la historia sin las semblanzas de Platón y de Jenofonte. ¿Qué haríamos sin el Evangelio, que transmite las enseñanzas de Jesucristo?

En el siglo I de nuestra era, Séneca escribe largamente a Lucilio epístolas que han llegado hasta nosotros. Y recuerda a su maestro Átalo: "Una misma finalidad deben proponerse el maestro y el discípulo: el primero ser útil, el segundo aprovechar." Si no hay tal, ¿qué queda? Si no hay tales, porque no basta una sola parte. "El que acude a la escuela de un filósofo —dice en la epístola 108— es necesario que todos los días obtenga algún provecho: que regrese a casa o más sano o más sanable." Y sin embargo... "¿No conocemos a algunos que han frecuentado durante muchos años la escuela de un filósofo y ni siquiera han acusado su impronta?" Hoy decimos de algunos que han pasado por la universidad, pero la universidad no ha pasado por ellos; digamos que no se les nota, como si se hubieran mitridatizado, como si hubieran hecho voto de ignorancia. Porque "quien va a tomar el sol se bronceará, aunque no vaya por este motivo". El filósofo romano escribe bien: "Unos hombres por cierto muy obstinados y asiduos a los que no llamo discípulos sino inquilinos de los filósofos." Podríamos llamarlos figureros o cosas peores.

Después de aquel maestro de primera infancia, Steiner confiesa que en Chicago se topó con personas que vivían el pensamiento. Esta es la cuestión; mejor dicho, la primera parte de la misma. El joven estudiante de Chicago coincide en el tiempo con el joven profesor Marías en el Wellesley College: 1948, 1951 (ambos recibirán, en 1996 y 2001, el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades). Para el fundador de nuestra revista, como se recordará, el supuesto de la docencia viva es la efectiva vida intelectual. Sólo quien tiene tal vida puede contagiarla, y teme que la universidad americana, ya numerosa por los años 50, no disponga de fermento suficiente. Cuando su maestro Zubiri recibió en Madrid, en su casa de Núñez de Balboa, a Werner Heisenberg, recordaron su convivencia en Berlín, cuentan sus biógrafos. El filósofo español admiraba profundamente a aquellos jóvenes físicos, pero le desconcertó el modo de vida que llevaban muchos de ellos. "Tuve la impresión de que el profundo saber de aquellos científicos no arraigaba en un modo de vida consonante con su valía intelectual" (J. Corominas y J.A. Vicens, Xavier Zubiri. La soledad sonora, p. 581). Adviértase que cuando Marías terminó los estudios de licenciatura, en 1936, eran siete: "los siete magníficos" pudieron ser llamados.

Y probablemente nunca será lo mismo la actual "masificación universitaria" que los cuatro gatos estudiosos que hemos sido hasta hace poco. Digamos masificación entre comillas porque en España se trata de masas inducidas, de estudiantes "organizados" en clases numerosas; numerosas en ambos sentidos: mayor número de asignaturas y de horas que se alargan y se bifurcan, y excesivo número de estudiantes por aula. Como resulta que los estudiantes crecen en España más que los empleos, la OCDE nos suspende, porque una carrera universitaria no aumenta las posibilidades de encontrar un buen trabajo, y la tasa de paro entre titulados universitarios de 25 a 34 años es del 11,5 por ciento, una de las más altas de Europa, que se sitúa en un 6,2 por ciento (El País Semanal, 14.1.2007). Como si nos gustara la masificación, se construyen viviendas chicas en calles angostas cuyas aceras estrechas se cubren de quioscos y de veladores y de decibelios: aire público estupefaciente; hasta la ministra de la Vivienda, que un día nefasto quiso promover micropisos, tuvo que dar marcha atrás y exigió a las Comunidades Autónomas que no se pasaran, que no se pusieran en el mercado viviendas con menos de 30 metros útiles. Las farmacias deben guardar cierta distancia, pero los bares ocupan el espacio con insolencia, es decir, con solencia desmedida; con seis establecimientos de comida y bebida por cada mil habitantes (véase María Ángeles Durán, El valor del tiempo) España se pasa, se descomide. ¡Más bares en menos sitio edificado! Menos holgura y más gritos. Y al igual del espacio, las jornadas pueden apretujarse en tres o cuatro días lectivos insufribles que alternan con botellones, con descansos descomedidos. "Lo más frecuente es que las viviendas, siempre según datos del INE, tengan cinco habitaciones y 80 metros cuadrados de superficie", escribe Durán. Las casas chicas se están haciendo normales. ¿Dónde se formará la conciencia, la personalidad moral?

Ahora bien: a diferencia del espacio, carísimo, matricularse en la Universidad es muy barato, y los jóvenes acuden en tropel a aulas infravaloradas de entrada, sobredimensionadas hasta lo imposible, deploradas indefectiblemente a la salida. Yo diría que estamos ante una universidad malbaratada. Los profesores universitarios, empezando por los rectores, se preguntan si tiene futuro la Universidad, y la respuesta es siempre afirmativa; pero habrá que cambiar algunas reglas de juego para que el desencanto —construido paso a paso, por acción y omisión— sea menor y no cunda ni predomine. De entrada, el Estado debe gastar o invertir más por alumno y éste tiene que pagar mucho más por su matrícula, si queremos que valore lo que hace y se comporte en consecuencia. Hoy se están matriculando muchos en la Universidad para pasar el rato. En el Eclesiastés leemos que "un solo fallo echa a perder muchos bienes, una mosca muerta echa a perder un perfume" (10,1). Estamos ante fallos contrastables y resolubles, y están en juego muchos bienes. Una Universidad tan barata y sobredimensionada no puede ser excelente; y una Universidad sin excelencia frecuente, ¿qué es? Pero antes de la Universidad hemos de pedir más a las enseñanzas primaria y secundaria, como bien dice el rector de la Sorbona. Siguiendo con los libros sapienciales, "la instrucción es como su nombre indica: no se manifiesta a muchos" (Eclesiástico 6,22). Parece como si el autor pensara en nuestra instrucción pública. Finalmente, hay que recordar a los padres que los hijos no se educan solos, que deben convivir más con ellos todos los días; en 1995, una estadística habló de una media de diecisiete minutos en España.

Secuacidad desaforada

Tal vez debido a la "desprofesionalización" de padres y ahora de madres, los niños y los jóvenes se buscan y consensúan pautas nuevas. Volvamos a Protágoras: "Desde la más tierna infancia y durante toda la vida enseñan y amonestan a sus hijos. Tan pronto como el niño comprende el lenguaje, la nodriza, la madre, el preceptor y el padre mismo se esfuerzan constantemente para que sea el mejor en este terreno. En cada acción y en cada palabra le enseñan y le explican qué es justo y qué es injusto, qué es bello y qué es feo, qué es piadoso y qué es impío, qué hay que hacer y qué no. Si el niño obedece, bien; si no, le enderezan con amenazas y cachetes, como se endereza una vara torcida y curvada" (325 cd.; utilizo la traducción de Julián Velarde Lombraña). Esta ha sido la historia grosso modo. Siempre habrá buenos y malos; pero si los niños son abandonados por sus progenitores desde su nacimiento y los horarios de guardería se alargan como los suyos, ya estamos viendo lo que resulta: anomía de chicos irreales enganchados a la pantalla, cantidad de universitarios que carecen de libido sciendi. Después de un atraso considerable, la escuela española ocupa demasiado la jornada de los escolares, cuyos padres a su vez se ocupan en la jornada más morrocotuda del universo y en los bares más ruidosos, baratos y frecuentados del orbe. Estas condiciones ¿son inmodificables?

En Persona, en un capítulo sobre el origen de la misma, Marías advierte que "la función del aburrimiento en la vida infantil es decisiva, y casi siempre pasada por alto". Desde que tiene uso de razón, el niño empieza a anticipar su vida, se imagina el futuro en forma de expectativa, imagina proyectos y recursos. Sí: tal vez un poco de aburrimiento infantil es condición necesaria que conduce a la posibilidad de que la persona adulta no se aburra nunca. Hacen daño los padres que obligan a sus hijos a pringarse en multitud de cosas, olvidando las tareas escolares. Y los pedagogos, unos u otros, colaboran en la destrucción. Hasta donde llegan mis noticias, quien mejor ha visto esta cuestión es Juan Rof Carballo, en un libro excelente cuya primera edición data de 1966: "¿Como va a aceptar el pedagogo[,] que, frente a la complejidad de la ciencia actual y con el pretexto de que a toda costa ha de prepararse a las nuevas generaciones en las modernas técnicas, instaura métodos de enseñanza que no dejan tiempo de reposo ni de meditación, ni espacio para el juego, en el fondo 'sádicos', atendiendo a los avances 'tecnificados' de las ciencias de la educación, pero con menosprecio de los conocimientos adquiridos en la experiencia psicoterápica[,] que él mismo, con estas técnicas, inconscientemente promueve la agresividad y la violencia?" (Violencia y ternura, 3ª edición, p. 333). El párrafo queda más claro con un par de comas olvidadas.

El arte de enseñar —o ustedes o yo— es una disyuntiva que presupone dos partes: un maestro con vocación y un aprendiz con deseo de aprender. Pero ya no estamos en la Grecia clásica; también queda lejos el Seiscientos, cuando san José de Calasanz (este año se cumple el 450 aniversario de su nacimiento en Peralta de la Sal, Huesca) dirigió en Roma una escuela para niños pobres que quisieran asistir. Adviértase: pobres, que querían. Ahora los chicos y las chicas tienen educación obligatoria y bastante dinero. Han cambiado las condiciones y "condiciones rompen leyes". Luego, ni oímos al santo: Cum unus praeceptor ad summum quinquaginta discipulis satisfacere possit... Es decir: alumnos in-educados por padres idos, adinerados, han de ir a un sistema escolar endeble, a centros sin director/a estable donde muchos escolares campan con impunidad. En casa, como los padres trabajan tanto fuera, el niño, con frecuencia, ve que no necesita trabajar. Brillan por su ausencia padres y directores profesionales, y se nota. Y sin pautas —"a mí nunca me han dicho lo que tengo que hacer"— los chicos se buscan, se organizan y se malean a discreción. San Agustín, santa Teresa, todos los padres lo han sabido siempre: "Espántame algunas veces el daño que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello no lo pudiera creer" (Vida, 2, 5). Padres hay que ven el problema y los ayudan a tiempo, pero muchos hacen caso omiso y se produce la catástrofe. Ergo: para enseñar la virtud (como para seducir al vicio) se necesita que lo quiera el docente, más o menos virtuoso; pero tal condición necesaria no basta: además, tiene que quererlo y buscarlo el otro. Si no, es la pena negra, es una pena de amor perdida. Como cuando alguien enciende un cigarro en público o en televisión: muchos lo hacen miméticamente; pero ¿cuántos nunca imitamos ese gesto, aunque hagamos otros? Hay algo personal, de bueno o de malo, en cada uno, que se refuerza a la vista del modelo, del ejemplo. Así lo vio Scheler.

Quien pasa por fundador de la antropología filosófica, Max Scheler, en una conferencia en Berlín en 1925 sobre "El saber y la cultura", se pregunta por el más vigoroso medio para estimular ésta. ¡Muchas cosas! dice. Pero el primero y mayor estímulo de todos para que obedezcamos a la llamada de nuestro destino "es el modelo valioso de una persona que ha ganado nuestro amor y nuestra veneración" (Metafísica de la libertad, p. 163). ¿Y si no se siente destino alguno? ¿Hay melancolía mayor que la de ese que rebota siempre, que no siente estusiasmo por nada ni por nadie?

Durante siglos el hombre ha hecho de la necesidad virtud. "Mala cueta es, señores, aver mingua de pan", dice el Cantar de Mio Cid en el verso 1178; pero con mengua de pan y con otras cuitas, porque todas las generaciones desde Adán han conceptuado sus tiempos difíciles, hemos trabajado donde nos invitaba la circunstancia, donde nos proponía el destino: en las aulas o donde tocara. En España —en la Unión Europea— no hay ya tanta necesidad, y tal vez por eso desaparecen algunos virtuosos efectos. Ya lo sabían en la Antigüedad: "El más poderoso principio de males entre los hombres [es] el exceso de bienes." Lo dice Menandro, discípulo de Teofrasto, a fines del siglo IV a. C., y lo recoge Plutarco al comienzo de nuestra era. Hay exceso de bienes, que sin serlo tanto, sí lo es en relación a la tradicional sobriedad; hay exceso de recursos y falta de padres, factores ambos que se combinan para dar a luz a una rara vida parasitaria sin precedentes; una vida sin proyectos, como acreditan esas bandas de adolescentes que se aburren en la calle. Ambas generaciones de consuno: hijos hartos de pan y de circo y faltos de musculatura espiritual no se independizan porque no pueden, según parece; y los padres, proveedores de pan y de todo menos de lo principal, están dando un espectáculo nunca visto. Es muy difícil encararse con niños que no han sido "prisioneros del amor diatrófico".

La verdad verdadea, dice Zubiri; brilla y se impone antes o después. Sí, y la mentira se consensúa. Unos y otros están haciendo la experiencia de la burla, y después de siglos de esclavitud o de servidumbre, casi nadie quiere llamar señor a nadie. Si los locutores de los telediarios aparecen diciendo: "Saludos, buenas tardes, Andalucía", o, tras la entradilla de las desgracias cotidianas, "hola, buenas tardes", "qué tal, muy buenas noches"; si priva el descaro y se cultiva la chabacanería en televisión y en casi todas partes; en fin, si ni el presidente del Gobierno se digna hablar de usted al ciudadano, ¿dónde encontraremos maestros de escuela que saluden con señorío a sus pequeños? Un profesor del instituto no se cansaba de animarnos con voz grave, viniera o no a cuento: "Sed nobles." Para aquel ilustre canónigo, hace medio siglo, siempre venía a cuento la palabra y daba que pensar. Rari nantes? Depende.

Como aquel su primer maestro, George Steiner tiene razón. Aquí enseño yo, si ustedes lo desean y me lo permiten. ¿Pero si no quieren? Los que no quieren, los que acuden invitados por una tasa universitaria demagógica, ¿para qué se acercarán a las aulas, si carecen de curiosidad intelectual? En la enseñanza obligatoria no hay opción, aunque menos opción tuvieron sus padres, ¿pero después? En el Alma mater, que todavía mantiene algún lustre, entre que la matrícula es tan barata y el sobredimensionamiento único, no podemos estar en cabeza. Porque todo empieza muy pronto, y para cuando se elige de veras, a los dieciséis o dieciocho años, hay mucho camino andado. "Dadme los seis primeros años de la vida de un niño —dice Kipling hablando algo de sí mismo— y os cedo los demás."

Julio Almeida. Catedrático E.U. de Sociología. Universidad de Córdoba