Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

miércoles, diciembre 19, 2007

En torno al pasado

En torno al pasado

Una de las razones más profundas de los problemas que periódicamente afloran en el campo de la convivencia hispánica –me refiero a los nacionalismos de ciertas regiones, pero no sólo a ellos- es la relación enfermiza que buen número de españoles mantienen con su pasado. Fenómeno que aparece en el siglo XIX, no antes, y que es causa de innumerables historias-ficción y de la posibilidad de manipulaciones de todo tipo en el dominio político y social. Se trata de una insólita incapacidad a valorar con algún rigor y veracidad un patrimonio cultural y una historia, que, como en casi todos los demás países, aparecen fuertemente contrastados, pero que en ningún caso son desdeñables. Basta ver la influencia y el papel que la cultura española ha tenido en Europa hasta finales del siglo XVIII –después ya todo es más problemático-, para percibir que se trata, en el mejor de los casos, de una mezcla de error de perspectiva y de ignorancia. Pues si la cultura española no ha despuntado mucho en el dominio de la « ciencia y tecnología modernas », la cultura de ninguna nación europea se reduce a ellas ; las ciencias físicas, sobre todo las modernas, pertenecen más al dominio instrumental (el fin que se proponen desde Descartes es el dominio del mundo material) –indispensable sin duda para la vida-, que al dominio de lo propiamente humano –el de las cualidades, conducta y finalidades del hombre-, el dominio de la « cultura del alma », de la construcción de hombre como persona.

Ningún hombre comienza la historia, salvo en el momento originario de la aparición del « primer » homínido. Pero, además, los europeos somos doblemente herederos : de las experiencias humanas anteriores a nosotros y del proyecto y argumento colectivo que nos constituye como tales, ya que consiste en la pura continuación creadora del heredado en el siglo IV y V al desaparecer el Imperio romano de Occidente. Desde la lengua hasta los géneros literarios pasando por los grandes temas de la cultura y su fundamento, las formas, las ideas esenciales, la religión, todo lo hemos heredado. Y esa herencia está viva, no se ha convertido aún en ruina o arqueología. Se trata, por tanto, de una parte muy importante de aquello de que podemos vivir, de que efectivamente vivimos. Así, podemos entrar en cualquier iglesia de cualquier época para contemplar su belleza o, simplemente, para asistir a un acto litúrgico ; ir a la representación de una obra de teatro, de antes o después de Cristo ; leer un libro de filosofía, y si es de nuestra época y realmente filosofía, será una obra que estará en diálogo –explícito o implícito- con los presocráticos, Platón o Aristóteles, o con San Agustín o Santo Tomás o con los grandes místicos ; entrar en un gran museo y contemplar dos o tres milenios de arte ; oír música de la Edad Media, del Renacimiento, del Barroco, romántica o contemporánea, interpretada según la sensibilidad de una infinidad de directores de orquesta ; leer poesía desde Homero, Píndaro, Virgilio, el Poema del Cid y el romancero hasta los grandes poetas del siglo XX ; novelas desde las medievales que nos relatan las aventuras del rey Arturo y de sus caballeros pasando por las de caballerías, las de Cervantes, o las más cercanas de los siglo XIX y XX, Stendhal, Balzac, Galdós Dostoievski, Tolstoi Unamuno, Proust, Bernanos y un largo etcétera. Espiritual y culturalmente nos nutrimos de todo este patrimonio que hemos heredado y que es fuente inagotable de inspiración.

¿Por qué ? Porque ese patrimonio, que se ha ido formando y enriqueciendo a lo largo de los siglos, ha sido incansablemente estudiado, comentado, glosado, vivificado y renovado, en una palabra, apropiado y puesto a prueba, desde el denominado « iletrado » hasta el sabio, en una infinidad de grados, por supuesto, y en innumerables circunstancias, que, por definición, son siempre diferentes. El pasado, como los romances, vive también de « variantes ». Y si esta continuidad creadora ha sido posible es porque la vida colectiva estaba presidida por un ideal de humanidad que pretendía « salvar la circunstancia » -las que del pasado y del porvenir convergen el en presente- salvación que constituía el último horizonte de un futuro ideal que se aspiraba llegar algún día remoto a encarnar, aunque sólo fuera con muy remota aproximación, como una muy mediocre imagen. El presente, aunque siempre lleno de problemas y dificultades sin fin, era también el ámbito esperanzado en el que venían a remansarse el pasado más o menos poseído y el futuro firmemente deseado por lejano –o inalcanzable(en este mundo)- que pudiera perecer. Esto daba al presente un asiento capaz de resistir a todas las tempestades. Creo que el abandono de este horizonte cristiano y, con él, de la paulatina desaparición del argumento de la vida histórica europea, es uno de los elementos más importantes que pueden dar cuenta del desconcierto y de la desorientación que existen en tantos órdenes de la vida española y occidental.

Un afán de perfección, de las cualidades personales y del trabajo, que debía estar « bien hecho » ha sido el temple que la textura de la vida ha tenido siempre en Europa, por lo menos hasta la primera década del siglo XX. Esto explica que su historia haya estado presidida por continuas « reformas » y consecutivos « renacimientos » parciales o generales. Por otro lado, aunque fuera a menudo quebrantado, « el bien común » era una realidad social activa y, en general, respetada. Sin ella, es obvio, que la cultura occidental se hubiera estancado y desaparecido pronto. Desgraciadamente, desde la aparición, y sobre todo difusión, de la « razón de Estado », el « bien común » fue suplantado por el « interés general »… de cada Estado o nación, lo cual no ha hecho más que incrementar el peso de la arbitrariedad de la fuerza –« fría » o « caliente »- y de la violencia en la convivencia interna y externa de las naciones. Se podría hacer un breve esquema para mostrar el auge de la violencia de las guerras en Europa desde la atroz que fue la Guerra de los Treinta Años, hasta las dos Guerras mundiales acaecidas en el siglo XX, amén de las dictaduras y revoluciones, que han acabado por dislocar a Europa. Porque Europa hace ya casi un siglo que no es una « solución », sino una realidad problemática y no en muy buen estado, que es preciso restaurar, volver a poner en pie : el verdadero « tema del siglo XXI ».

No estoy seguro de que en España se tenga una idea muy clara y, sobre todo, justa, de lo que ha sido la verdadera historia europea del siglo XX. La « empresa » histórica de -reconstruir Europa que emprendieron algunos políticos europeos al poco de acabar la Segunda Guerra mundial es una Europa muy distinta, profundamente disminuida, de aquella que el joven Ortega apelaba como « solución » para el « problema de España ». (El mismo rectifico esa opinión en el « prólogo » a la primera edición de sus Obras de 1932). El proyecto constitutivo de Europa y la urdimbre de su cultura y civilización están todavía por reconstruir, ya que un área de libre cambio económico, una moneda común y un parlamento político con algunas instituciones comunes, si puede ser un buen comienzo, están muy lejos de constituir « un proyecto sugestivo de vida en común », ni siquiera un proyecto estable. Los intereses nacionales menos justificables siguen predominando, como puede apreciarse abriendo cualquier périódico de cualquier día. Sin embargo, si se quiere crear un sólido « polo » de convivencia creadora y pacífica que sirva de « modelo » y de fuerza de equilibrio en el mundo -ejemplaridad que tanta falta hace- va a ser necesario ocuparse seriamente de la dimensión cultural e espiritual de Europa. Ahora bien, ésta ha estado siempre constituida por una pluralidad de modalidades culturales que ha sido su mejor « baza » y su mayor riqueza : una y diversa a la vez, de una diversidad compatible pero irreductible. Lo cual significa que las culturas francesa, inglesa, alemana, española, italiana y del resto de los países europeos deben –bien poseídas y en vías de renovación- contribuir sinergéticamente a levantar, a volver a poner nuevamente de pie, una Europa creadora y fiel a su misión civilizadora y de paz. Ahora bien, esta empresa exige un inquebrantable espíritu de veracidad y una gran imaginación cradora que sólo una memoria viva de las experiencias y de las virtualidades aún no exploradas del pasado puede nutrir y servir de cimiento.

Razones todas para que los españoles caigan de una vez en la cuenta de que la vida no es sólo crecimiento económico e insolidaridad regional, sino intrínseca e igualitaria convivencia con vecinos y forasteros ; y se pongan con espíritu crítico y sin hacerse trampas a ocuparse de su patrimonio cultural e histórico desde una perspectiva universalista, que es la de la cultura común a la que pertenecen, pues únicamente de ese modo podrá jugar su papel y podrá participar en el proceso del necesario renacimiento de Europa. Lo cual no tiene nada de excluyente, ya que la apertura al mundo es consustancial a Europa, y Europa una parte esencialísima , pero sólo parte, de Occidente.

Juan del Agua