Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

lunes, abril 21, 2008

Tocqueville, una vez más

Juan del Agua

Una de las características más singulares del patrimonio cultural occidental es la de poseer numerosas posibilidades inéditas que han ido acumulándose a lo largo del tiempo, ya porque no pudieron ser utilizadas ante un cambio brusco de la circunstancia o debido a una situación imprevista y se arrinconaron, ya porque no fueron rectamente entendidas en el momento de su aparición y cayeron en el olvido; o bien, porque no encontraron el momento histórico idóneo para ser utilizadas, o llegar a una granazón plena; o a causa, en fin, de su extemporaneidad –anticipación genial de una realidad histórica que no verá plenamente la luz, pero que, permanecerá como posibilidad a la espera de una virtual reaparición. Nuestro patrimonio cultural está constituido, pues, por un lado, de lo que conocemos -o más bien creemos conocer- y, por otro, por las riquezas ocultas, desconocidas, que van surgiendo cuando, obligados por las circunstancias, retornamos con nuevos ojos hacia el pasado para buscar alguna orientación ante los nuevos retos que nos presenta el porvenir. El patrimonio es, por tanto, una realidad viva, depósito de posibilidades humanas reales que se va enriqueciendo –o empobreciendo- según su estudio y utilización en cada presente, ya esté orientado hacia el futuro o sumido en la crisis de un callejón sin salida. No está por tanto de más subrayar que, por uno de sus lados, la historia consiste en el descubrimiento de las posibilidades humanas no exploradas ni explotadas que el patrimonio encierra.

Creo que la figura de Alexis de Tocqueville (1805-1859), una de las personalidades más hondas de la Edad Contemporánea, ha pasado por la casi totalidad de la vicisitudes del patrimonio descritas anteriormente. Basta con describir brevemente la trayectoria de su obra desde la aparición de su primer libro en 1835 para percibirlo. En efecto, la primera parte de su De la democracia en América le procuró cierto renombre a causa de las precisas descripciones de la realidad social americana expuestas en él, y de la la “buena prensa” que el nuevo país tenía en Francia por haber ésta apoyado a los insurgentes durante la guerra de la Independencia. Sin embargo, la interpretación sobre la realidad de la sociedad democrática americana –y de las sociedades democráticas en general- que Tocqueville dio en la segunda parte (1840) retuvo mucho menos la atención (hoy es la parte que más nos interesa), y su actuación política entre 1839 y 1852, al margen de las ideologías vigentes en su tiempo, pasó sin pena ni gloria. Su muerte prematura le impidió continuar una obra histórica sobre los orígenes de la Revolución francesa –Del Antiguo Régimen y la Revolución (la primera parte fue publicada en 1856)-, cuyas intuiciones servirán en el último tercio del siglo XX para reinterpretar de raíz el fenómeno revolucionario francés, pero en su momento no obtuvo más que la estima de una pequeña minoría ilustrada de la época de Napoleón III. Dejó a su muerte unas interesantes Memorias de su actuación política entre la Revolución de 1848 y el advenimiento del Segundo Imperio, al que no adhirió, y una inmensa correspondencia con una serie de “amistades electivas” que constituye la clave para entender su obra y su insólita figura. Su amigo Gustave de Beaumont publicó entre 1864 y 1866, sus dos obras mayores y una selección de sus cartas con el título de Obras Completas, que alcanzaron algún éxito, pero habrá que esperar casi un siglo para que, en 1951, se emprenda la edición de sus verdaderamente Obras Completas, todavía hoy inconclusa.

Todo lo cual significa que el pensamiento de Tocqueville es más operante y activo a partir del último tercio del siglo XX, que lo fue en vida, y desde su muerte hasta esa fecha. El redescubrimiento de su figura fue obra principal de Raymond Aron quien poco después de que acabara la Segunda Guerra mundial no encontró mejor autor para hacer frente a la influencia del marxismo en Francia. Utilización “ideológica”, que se acopló a la tarea de la publicación de la primera edición íntegra de sus obras. Pero el verdadero alcance de la obra de Tocqueville sólo se ha desvelado cuando, al acercarse la celebración del Segundo Centenario de la Revolución francesa, los historiadores percibieron que la interpretación dada por Tocqueville en su Del antiguo Régimen… no sólo era una de más profundas que se habían dado del fenómeno revolucionario, sino que al tratar de los orígenes de éste obligaba a la reconsideración histórica de toda la llamada época “moderna” (entre 1650 y 1940/50) en Francia.

Pues bien, en torno al Segundo Centenario de su nacimiento (2005) se han publicado una serie de libros que vienen a profundizar en algunos aspectos fundamentales de su obra, como la importancia que Tocqueville otorgaba a la religión en el mantenimiento de una democracia de libertad –“No puedo creer que no se vea claramente que soy un liberal de una nueva especie” escribía a su amigo E. Stöffels en 1836. Descubrimiento que deja vislumbrar la pretensión última de Tocqueville, pretensión no formulada, pero sí sugerida a lo largo de sus cartas y en sus libros: la de realizar, gracias a la instauración de una democracia consensuada, la restauración de la continuidad creadora de la cultura francesa, rota por la actuación de la monarquía francesa, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Lo cual explica su amor por la libertad y su manera de entenderla. Libertad es para Tocqueville capacidad de llegar a ser sí mismo, a la plena identidad personal y colectiva, por tanto, capacidad o habitus del libre arbitrio. Entre otros muchos lugares, en su Viaje a Irlanda (1835) escribió: “La libertad es, en verdad, una cosa santa.. No hay más que otra que merezca mejor ese nombre: la virtud. Aunque, ¿qué es la virtud sino la elección libre del bien?” Para decirlo en términos orteguianos, la libertad es la posibilidad real de que goza el hombre para hacer “lo que hay que hacer, no para hacer cualquier cosa”. Ahora bien, la libertad que concede la democracia no es la “libertad interior”, la sola que asegura “la elección libre del bien”. La barrera protectora de la ley tampoco basta, pues “lo que hay que hacer” pertenece al dominio de la metafísica, no de nuestra mera opinión.

Tocqueville interesa particularmente hoy –y más de lo que podría pensarse- a los que, poseyendo cierta sensibilidad histórica, sienten un profundo desasosiego ante el funcionamiento de la vida social de las democracias actuales, por la ausencia de un verdadero “argumento” de vida colectiva, y a los que desean un horizonte humano que no se reduzca al exclusivo “bienestar material”, bienestar, por otro lado, cada vez más dispar en el seno de las democracias más ricas. La auto-definición de Tocqueville como “liberal de una nueva especie” hay que tomarla, pues, al pie de la letra. Su pensamiento, si bien comparte algunos caracteres genéricos con las mejores mentes de su tiempo, no cuadra con ninguno de los vigentes o más o menos originales de su época. Su postura ante el mundo del segundo tercio del siglo XIX fue singular y compleja, y no siempre bien entendida por sus contemporáneos. Como ha resumido uno de sus últimos estudiosos, Lucien Jaume, autor de una interesante “biografía intelectual” sobre Tocqueville (2008), éste “acepta la democracia [salida de las Luces], pero sin entusiasmo, ama la libertad, pero le repugna el poder del dinero, aspira a crear una elite ilustrada que eleve la instrucción y la vida material del pueblo, pero detesta el espíritu mercantilista del burgués…” ¿Contradicciones de un espíritu excesivamente sensible y atormentado? El exceso de sensibilidad –cuando no es morbosa es una de las formas superiores de la inteligencia- no parece que pueda desaconsejarse al hombre, pero la lucidez puede a veces engendrar la pesadumbre. Hay que buscar, por tanto, las causas de su pesimismo en la realidad histórica de la primera mitad del siglo XIX.

Sólo un Tocqueville “desde dentro” puede hacer inteligibles las aparentes antinomias que hay en su vida. Pero en este caso resulta particularmente difícil porque se trata de una personalidad no sólo compleja, sino configurada en un medio familiar insólito. La Francia de comienzos del siglo XIX, a pesar de la magnitud de la dislocación sufrida por la Revolución, es todavía rica en “variedad de situaciones” sociales y culturales. La familia de Tocqueville es a la vez “legitimista” e ilustrada; pertenece a la pequeña nobleza provincial para la que el sentido del servicio a la colectividad va de par con una religiosidad austera, más parecida a la estrictamente tridentina del siglo XVII que a la vigente a finales del siglo XVIII. (Díez del Corral fue hace ya muchos años uno de los primeros, sino el primero, en llamar la atención sobre la influencia de Pascal en el pensamiento de nuestro autor). Austeridad religiosa que no es obstáculo para que el entorno familiar sea a la vez un foco de ilustración de la mejor calidad. Por parte de su madre, Tocqueville era biznieto de Malesherbes, venerado por toda la familia, prototipo de noble de las Luces, defensor de la Enciclopedia contra la censura, pero defensor también de Luis XVI ante el tribunal revolucionario, al que no pudo salvar de la guillotina y guillotinado él mismo durante el Terror junto con un buen número de sus familiares. Los padres de Tocqueville recién casados, salvaron su cabeza, porque le tocó antes el turno a Robespierre, lo que puso fin a la atroz matanza. Una vez salvados los restos del patrimonio familiar, los Tocqueville se retiraron a la vida privada en sus propiedades durante el Imperio. En una de ellas nació y fue educado Alexis junto con el resto de sus hermanos por un viejo abate que había sido ya el preceptor de su padre, de tendencia rigorista, y buen conocedor de la literatura del “gran siglo”, por la que Alexis de Tocqueville sentirá toda su vida una gran predilección, sobre todo por los dramaturgos, Pascal y los grandes moralistas.

Su educación –e instrucción- debió completarse durante las largas veladas de la familia, y asistiendo a las conversaciones con los amigos o parientes que les visitaban, algunos ilustres, como Chateaubriand, en las que no pudo menos que se hablara interminablemente de lo ocurrido durante la Revolución, de la indispensable reforma abortada por la incapacidad y el egoísmo de la clase dirigente durante los últimos años del Antiguo Régimen, de los orígenes de la incapacidad de la monarquía para resolver los problemas del país, de la urgencia en buscar terapéuticas adecuadas para curar las heridas sufridas por la sociedad durante la Revolución. Tocqueville fue muy feliz durante su infancia y su adolescencia, cuya imagen conservó fresca toda su vida, y el contraste ambiental –el descenso del nivel humano- que encontró cuando hizo la experiencia del mundo de su tiempo fue, sin duda, la causa por la que nunca se sintió a gusto en él. En septiembre de 1841 escribía a Royer-Collard: “La verdadera pesadilla de nuestra época es no encontrar ante sí algo que amar o que odiar, sino sólo despreciar.” En las Memorias de un turista y en su novela Lucien Leuwen, Stendhal retratará con despiadada pincelada, la Francia de la que no gustaba el hidalgo normando.

Su tendencia al pesimismo, sin embargo, nunca fue un obstáculo al estudio y la acción. Muy pronto descubrió, con increíble intuición, el campo historiográfico que iba a ser objeto de su preocupación: el engendrado por la Revolución, desde sus orígenes en el siglo XVII hasta el suyo. En una carta escrita a su amigo Beaumont en 1829 escribe: “La historia de los hombres, sobre todo de nuestros predecesores más cercanos es la que debemos estudiar. … Conozco los acontecimientos, pero sus causas, los recursos [mentales] que los hombres procuraron a los que las han removido desde hace doscientos años, la manera en que las revoluciones se originaron en los pueblos en aquel tiempo… lo ignoro, y el resto [de nuestras investigaciones], según mi opinión, no debe servir más que a saber bien esto.”

Como juez sustituto en Versailles, percibe de modo concreto e inmediato, la discordia que sigue corroyendo la sociedad francesa. Considera que urge encontrar un terreno de entendimiento nacional, para evitar que los restos de la energía social continúen perdiéndose en odios y luchas fratricidas –“el odio habita una ruina” dice un aforismo de Victor Hugo-, y Francia pueda emprender la recuperación de la sustancia del ideario espiritual que constituye el “argumento” de su vida colectiva. Ha oído hablar, y sabe por uno de sus parientes que ha estado ya allí –Chateaubriand-, que América es una República en la que reina la concordia, y en la que la religión es comúnmente considerada como un ingrediente esencial de la vida social. Y aprovechando el cambio de régimen con la Revolución de 1830, y a la espera de ver por donde van a ir las cosas, pide la excedencia como juez y el permiso de ir, con su amigo Beaumont (también juez) a estudiar in situ el sistema penitenciario de los Estados Unidos. Tocqueville no marcha a América en busca de un modelo –la religión predominante allí es la protestante-, sino de un ejemplo a meditar del que sacar la mayor inspiración posible para aplicarla al caso francés. Parte, además, de la convicción de que la demanda de igualdad social es irrevocable y, para él perfectamente legítima, ya que es una vieja “creencia” de la civilización europea. En efecto, la igualdad en dignidad de todos los hombres es un corolario del cristianismo, y sólo es admisible la jerarquía de las competencias y de las funciones sociales, que cada individuo debe justificar con su conducta, pero en ningún caso la desigualdad humana entre los miembros de las clases sociales.

La impresión que le procura la realidad democrática –social y política- americana es muy contrastada. Piensa que los americanos no son más “virtuosos” que los europeos, pero sí mucho más felices; mas también ve los peligros de un “argumento” de la vida social fundado en el “interés individual o privado”, incluso si cierto “interés desinteresado” por el interés general viene a atenuar el primero; en cambio, las instituciones políticas y la estructura democrática de la sociedad americana acaparan toda su atención e interés. Su problema será el de transponer esas estructuras a Francia, pero con otro “argumento” histórico. Acepta, pues, la democracia surgida de las Luces, pero a condición de “completarla” con una dosis masiva de virtudes que atenúen el deseo desordenado de bienes materiales, y con otro horizonte de idealidad. Lo cual dificulta llegar a un amplio consenso social, aunque a decir verdad, salvo en el ámbito de las clases dirigentes, la sociedad de la primera mitad del siglo XIX no se parecía mucho a la nuestra, lo que dejaba algún margen, al menos virtual, para llegar a una nueva concordia. En el orden económico, en cambio, piensa que hay que acabar con la miseria y estrechez material en que vive la mayoría, y ello con la participación del Estado si la iniciativa social no basta. Pero la satisfacción de las necesidades económicas no debe llevar al fomento de un hedonismo incompatible con el cultivo de la virtud, o a un consumismo frenético, como teme que ocurra en las democracias del futuro. Dicho de otro modo, quiere une democracia sin adjetivos ni paliativos, pero configurada por la exigencias religiosas del cristianismo, lo cual a veces le llevará a alguna aporía, ya que la democracia moderna se constituye en parte contra aquellas. Por otro lado, la religión a la que apela es una religión depurada de los acomodos con la política del Antiguo Régimen que la han desnaturalizado (a causa de la actitud de una parte de la Iglesia), sobre todo los que tuvieron lugar a partir de Luis XIV, lo cual tardará en venir. Resumiendo, desea una “estructura social” nueva y con gran capacidad de innovación en todos los dominios, pero no en ruptura con los valores esenciales que fundan la cultura francesa y de las demás naciones europeas.

Se comprende, por tanto, su escaso éxito en vida tanto en el dominio político, como entre los pensadores de su tiempo. Y que haya sido redescubierto recientemente, cuando ha ido apareciendo a los ojos de todos la falsedad del planteamiento revolucionario –que no de la necesidad permanente de reformas- y, de algunos, de la inanidad moral de una “modernidad” enfocada exclusivamente en la satisfacción del bienestar material; pretensiones elevadas al ideal de finalidad humana y sostenidas mediante una “voluntad de poder” y un nacionalismo agresivo por parte de las grandes potencias, que ha generado en Europa, sino la destrucción de sí misma, las mayores destrucciones de su historia. No es difícil, pues, prever que una de las tareas intelectuales de los próximos años sea la de llevar a su término y plenitud el planteamiento “tocquevilliano” de la democracia como una alternativa –una entre otras, “democracia obliga”- a la crisis del mundo actual. El número de publicaciones al respecto desde hace unos años prueba la pertinencia de tal proyecto. La tarea es de mayor magnitud de lo que puede parecer a primera vista, ya que engloba un ciclo histórico enorme: el que va (desde la perspectiva de la historia francesa) de la segunda mitad del siglo XVII hasta el final de la II° Guerra mundial. Por eso, sólo la utilización rigurosa de la “razón histórica” y de sus métodos puede llevar a buen puerto empresa intelectual tan compleja. Lo que no quita para que, quien lo desee, aporte su piedra al futuro edificio.

Juan del Agua