Amigos de Julián Marías

Amigos y discípulos de Julián Marías

miércoles, marzo 29, 2006

La magnitud real de España

La magnitud real de España
ABC
17.X.1996

Se proyecta y se vive desde una serie de lo que llamo "instalaciones", desde la corporeidad y la mundanidad hasta la condición sexuada, la lengua y la situación social. Una de esas instalaciones es la unidad histórica y social a la que se pertenece. Los errores respecto a ella son graves y comprometen el porvenir, tanto individual como colectivo.

Por lo pronto, hay que estar en claro sobre "cuál" es esa unidad en la que se está instalado. Y el examen veraz de ello muestra que es siempre múltiple, una pluralidad de niveles que no sólo no se excluyen, sino que se articulan en una realidad que puede y debe ser coherente. En el caso de los países europeos, el nivel inmediato es el de las sociedades "insertivas", a través de las cuales, las regiones, se inserta el individuo en la nación, cada una de las cuales está "implantada" en una sociedad más amplia, que es Europa; la cual forma uno de los dos lóbulos que integran Occidente.

La falta de claridad sobre esta estructura es perniciosa, porque conduce a todo género de aberraciones, desde los nacionalismos hasta un vacuo cosmopolitismo. Si falta el acierto sobre esa instalación básica, en su efectiva complejidad, no se sabe dónde se está, y por consiguiente quién se es. El panorama del mundo actual, desde este punto de vista, no es muy alentador, y el de España en particular es inquietante.

Y hay un aspecto más, que conviene tener en cuenta: la magnitud real de cada una de esas unidades, en los diversos niveles. Se puede oscilar entre la megalomanía y la pusilanimidad, que lleva al apocamiento. Tal vez por cierta megalomanía verbal de épocas pasadas, como reacción a ella, se está deslizando en muchas mentes, y muy en especial en los medios de comunicación, la idea de España como un país "pequeño". Nunca lo ha sido, en ningún sentido, empezando por su tamaño territorial. Antes de que hubiese España, la Hispania romana era de extensión considerable; después de la fragmentación del Imperio Romano por las invasiones, la España visigoda era, con Bizancio, el país mayor; y desde que hay naciones, a fines del siglo XV, España, con Francia, es la mayor de Europa, aparte de la tan problemática Rusia. A escala europea, España es un país "grande".

Siempre me ha interesado la manera de sentirse y proyectarse en los países menores, rodeados de otros de mayor tamaño; pueden tener una vida admirable, llena de valores, pero distinta de otras formas, que cualitativamente difieren. Y puede haber una relación "sana" entre unos y otros, que se completan desde sus diferencias, o viciada por un sistema de descontentos y rencores que perjudican a todos.

Pero no se trata de la superficie sólo; importa también la población, "cuántos" son los habitantes de cada país. Esto varía con el tiempo, y se asocia al concepto de "densidad" de población, muy baja durante siglos, elevada desde hace un par de ellos; se ha señalado la importancia que tuvo el llegar a 40 habitantes por kilómetro cuadrado. Piénsese en la diferencia entre los diversos continentes.

Una diferencia esencial es la historia, lo que se puede llamar el "espesor temporal" de las diversas sociedades. Si se compara la situación europea con la de otros lugares, se cae en la cuenta de las enormes diferencias, que condicionan el sistema de proyección. Se trata de la continuidad de las sociedades, determinada, no sólo por la mera coexistencia o la existencia de "poderes" políticos, sino por las vigencias sociales y de proyectos de convivencia. Es esencial "desde dónde" y "desde cuándo" se proyectan las vidas individuales. Está por hacer lo que se podría llamar una "topografía real" de las diversas sociedades; la claridad sobre esto evitaría innumerables conflictos, que responden a errores intelectuales de interpretación.

Las naciones europeas "datan" de diferentes épocas o niveles históricos; las han precedido sociedades no nacionales -todas las anteriores a los últimos decenios del siglo XV-, que les confieren una antigüedad originaria, social pero no nacional, y esto las ordena en un complejo sistema de "promociones", que van desde España y Portugal hasta Alemania e Italia, sin contar con las grandes porciones de Europa que no han alcanzado la nacionalización, sino otras formas de convivencia, tal vez admirables, como fue el Imperio Austro-Húngaro, cuya destrucción seguimos padeciendo.

La magnitud real de España no se comprende bien si se tiene solamente en cuenta su realidad política actual. Es uno de los países mayores de Europa, con una población ligeramente inferior a lo que le correspondería; a ello, y a su historia reciente, se debe que su magnitud parezca rebajada a una mirada superficial. Pero esta impresión se corrige si se tiene en cuenta la historia, lo que se podría llamar la "profundidad" de España. Y sobre todo la lengua, cuya temprana fijación y madurez prolonga hacia un remoto pasado la interpretación lingüística de los españoles. El Poema del Cid es inteligible para cualquier persona medianamente cultivada; no digamos el "Libro de Buen Amor"; y las "Coplas" de Jorge Manrique pueden leerse como español "actual". Compárese esta situación con la de las demás lenguas de Europa, salvo el italiano, y respecto de éste habría que tener en cuenta la fragmentación en dialectos, dominantes hasta hoy, salvo en los niveles superiores.

Pero, sobre todo, hay un factor que dilata la magnitud de España, y es precisamente la lengua. El español no es sólo la lengua de España, sino la efectiva -y no meramente oficial- de una enorme porción del mundo. Es la lengua "propia" de unos cuatrocientos millones de personas, que comparten la misma interpretación lingüística de la realidad, que pertenecen, por tanto, a una inmensa comunidad, no ciertamente política, pero si social e histórica.

Y, finalmente, esto no quiere decir únicamente la posibilidad de comunicación y convivencia, sino la posesión de una cultura realizada en una lengua accesible y compartida, a ambos lados del Atlántico, con un pasado más que milenario y que llega hasta el presente de toda esa comunidad lingüística, sin diferencias entre los diversos países.

Y como la lengua lleva consigo la primera interpretación de la realidad, afecta al sentido del "nosotros". Con lo cual caemos en la cuenta de que la "magnitud" de España es variable, mayor o menor según las diversas dimensiones de la vida, lo que requiere un examen de su conjunto. Y habría que preguntarse por los mecanismos o las tentaciones que llevan a algunos españoles a la renuncia a grandes porciones de su realidad, a lo que habría que llamar una mutilación histórica.

miércoles, marzo 22, 2006

La significación de Unamuno

Blanco y Negro, revista quincenal ilustrada (segunda época)
Madrid, enero de 1939 (número extraordinario) año XLIX, nº 18-19 (2.367)
[páginas 16-17]

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Julián Marías
La significación de Unamuno


Don Miguel de Unamuno
Hace dos años que se nos murió a los españoles don Miguel de Unamuno. Todavía no nos hemos dado bien cuenta de esa muerte ocurrida durante la guerra, que aún dura en este momento. Y la guerra da una extraña presencialidad a las cosas. Es una unidad, como un paréntesis en nuestra vida, y todo lo que dentro de ella sucede parece persistir en su presencia; parece que mientras la guerra sea actual, lo es también. Así, la muerte de Unamuno, que no sentimos como algo pasado, como algo que ocurrió hace «ya» dos años, sino que ha sido «hoy», en este «hoy» angustioso de dos años y medio, como si fuese el día inacabable de un astro gigante de rotación pausada. Un día que también parece muchas veces noche y sueño, pesadilla trágica que interrumpió nuestra vida vigilante; y así la guerra entera tendría la unidad del sueño, y éste sólo sería pasado al despertar. Y cuando despertemos, sólo propiamente entonces, vamos a echar de menos a don Miguel de Unamuno y a preguntarnos con afán por él.

¿Qué hueco ha dejado entre nosotros? ¿Qué va a ser ese hueco en nuestra vida? No todos los que mueren dejan hueco; algunos sí, y por eso decía, con frase de que gustaba don Miguel, que se nos había muerto, es, decir, que su muerte no era sólo asunto personal suyo, sino que nos afectaba a todos; que no había desaparecido, o dejado de existir, sin más, sino que perduraba; y nos había dejado dos cosas en que sobrevivir en este mundo: su obra y su hueco, tal vez aún más fuerte éste que aquélla.

Unamuno no ha dejado sucesor. Las figuras de primera magnitud, como él lo era, no lo dejan nunca; son estrictamente insustituibles; por eso dejan hueco, y no un puesto vacante que cubrir. Su hueco necesita llenarse, y así ejercen atracción, como un remolino en una corriente de agua; por eso son inquietadores y provocan movimiento. Pero ese hueco, decíamos, no es simplemente una plaza vacante, no se puede llenar de un modo equivalente, sino de otro modo distinto, profundamente diverso; y esto es lo que hace que haya historia.

Unamuno tenía un enorme papel en España. Tenía una realidad tan grande, que parece increíble que ya no lo tengamos, que una persona tan viva tomo él, tan actuante, que llenaba tanto espacio, haya muerto. Porque Unamuno no era sólo un genial escritor, un intelectual, un profesor de lengua griega en Salamanca, sino, ante todo, una persona, un hombre de esos con los que es forzoso contar, que están ahí viendo las cosas y hablándonos de ellas, sobre todo, viviéndolas con los demás. Un hombre de esos –tan pocos– que pueden dar compañía a un pueblo entero. Y nos sentimos más solos después de la muerte de Unamuno. Era una personalidad inquietadora. «Mi obra –escribió una vez– es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes.» Unamuno decía las cosas, con frecuencia a gritos, siempre de un modo entrañable y confortador. «No basta curar la peste –decía–, hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar!» Unamuno sabía llorar con llanto varonil, fuerte, paternal y, por eso, colectivo; colectivo del único modo que puede ser sincero, siendo, a la vez, concretísimo, como del hombre a quien le importan los demás, cada uno de los demás, no una teoría, un régimen, una clase, una raza o cualquier otra abstracción exangüe. ¡Qué aguda y hondamente hubiera llorado ahora, de haber seguido viviendo! Tal vez, de tan fuerte como era su angustia, no la pudo soportar su viejo cuerpo y prefirió morir por no cruzar estos años de sueño trágico.

Y ese llanto paternal de Unamuno, ese «dolor de España» de que tanto hablaba, cuando España no era todavía un puro dolor, era inteligente y activo, era un afán de claridad y de calor a la vez. Tal vez más de calor que de luz, según su preferencia íntima. Unamuno era un hombre de ideas, de los más fecundos entre nosotros; y un hombre de libros, de los suyos y de los ajenos, que es una de las cosas más vivas que pueden darse, dígase lo que se quiera. Pero trataba a las ideas de un modo que pudiéramos decir impaciente, como estímulos, como excitantes, de manera cordial acaso sin llegar, sino pocas veces, a últimas evidencias, y nunca a unidades congruentes y responsables de pensamiento. Su fuego mental era todo chispas ardientes, dispersas, sin llegar a ser luz aparentemente quieta y fría, pero que –no lo olvidemos– sólo se consigue a fuerza de la más elevada temperatura. Chispas que, eso sí, sirven sobre todo, para prender otros fuegos, para propagarse y difundirse. Su papel era ese, y el que no fuese propiamente doctrina y sistema no es un reproche, sino una caracterización. Tal como era, es como don Miguel resulta insustituible.

Ese modo suyo de manejar las ideas y de estar necesitado por ellas, y su género de influjo, resultan especialmente claros cuando se piensa en su problema, en el que le llenó la vida entera y ahora ha cobrado una significación dramática y augusta: el de la muerte. Unamuno vivió para la muerte; vuelto siempre a ella, anticipándola, angustiado por la necesidad de perduración, de inmortalidad, no del nombre sólo, sino de la persona y de la carne. Ahora está en la muerte. Ya ha afrontado el momento de confirmar la fe en la inmortalidad o no confirmar nada, sino en encontrarse. Que esto es, y bien lo veía Unamuno, lo terrible del caso: que la aniquilación no significa el hallar frustrada la fe en 1a otra vida, sino el no hallar; no que le pase a uno algo horrendo, sino, lo que es infinitamente más angustioso pensar, que «no pase nada». Esto es lo que sobrecoge a las almas enérgicas y llenas de vida; estarían dispuestas a afrontar cualquier cosa; pero ¿no tener que afrontar? Bien está la más dura tragedia; pero ¿que no haya tragedia?

Unamuno ha dedicado su vida y su obra entera a este problema de la inmortalidad. ¿Cuál es el resultado intelectual de esa agonía y ese esfuerzo? Nos veríamos un poco perplejos para contestar taxativamente a esa pregunta, y esto ya es sintomático. Unamuno no ha llegado, no digamos, claro es, a una «solución», sino tampoco a un planteamiento claro y suficiente de la cuestión decisiva. ¿Quiérese decir con esto que sus afanes han sido intelectualmente baldíos, que nada logró su larga vida atormentada en el camino de la verdad? En modo alguno. Cuando se lee a Unamuno con un poco de atención y sin perderse, con la mente hecha a ver los problemas y las hendiduras por donde parece que se trasluce el ser mismo de las cosas, se queda uno sorprendido por la riqueza de la visión que poseía, y se ve, sin duda, que, por lo menos, adivinó algunas cosas muy fundamentales. Y esto es justamente lo que impele a esforzarse por entender a Unamuno y penetrar a lo hondo de esta selva un poco intrincada y bravía de sus pensamientos. Pero antes que esto se advierte otra cosa, y es que Unamuno ha sabido darnos, tanto como cualquiera, la evidencia, mejor dicho, la inminencia del problema mismo. Y esto es esencial. Don Miguel de Unamuno se pasó su vida terrenal poniéndonos obstinadamente ante los ojos y dentro del alma misma la tremenda cuestión, haciéndonos sentir su mordedura en el fondo de la persona, devolviéndonos así a nosotros mismos. Este ha sido su papel y su mérito primero. Su afán por hacer revivir dentro de todos y dentro de sí propio la gran cuestión última, casi enteramente enterrada en la mayoría de los hombres contemporáneos por largos años de radical trivialidad y estupidez: «No quiero morirme del todo –escribía–, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido.» De esto precisamente se trata, y Unamuno ha hecho cobrar, o recobrar, conciencia de ese último sentido que necesitaba, tan olvidado por casi todos. Lo cual es una liberación.

Por esto adquieren hoy un entrañado dramatismo aquellas palabras de Unamuno en que angustiadamente se refería a la muerte, en especial a la suya propia, en la que ya está. «Tiemblo –decía– ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún ante la idea de tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia.» Y aquella frase rebosante de afán: «Yo no dimito de la vida; se me destituirá de ella.» Pero, sobre todo, aquella escena de Niebla, en que su protagonista, Augusto Pérez, le habla al autor, y le dice: «Pues bien, mi señor creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera!» Ya está cumplido todo esto, ya tiene resuelto su problema, y nos queda a los demás, que tenemos que pensar en la muerte, a este don Miguel de Unamuno que sentimos tan vivo.

Y al releer y repensar las cosas que nos dejó dichas a lo largo de toda su existencia tenemos que preguntarnos hoy, y cada vez más: ¿Qué era Unamuno? ¿Cuál es el sentido de su obra? ¿Era filosofía? ¿Era poesía? ¿Otra cosa, acaso? No se trata de querer clasificarlo. Esto sería absurdo, tan absurdo como creer que la pregunta tiende a una clasificación. Él mismo sintió a veces la necesidad de tocar esta cuestión, como al escribir: «No quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso.» Que toda la obra de Unamuno es poesía, nada más cierto; que no sea filosofía, parece bastante claro. Pero ¿no es más que poesía? Esto es altamente dudoso. La relación de Unamuno con la filosofía es una cuestión, que lo fue para él igualmente. En muchos de sus libros apenas habla de otra cosa que de temas filosóficos; con frecuencia, con perfecto sentido y hasta con penetrante agudeza; sin embargo, tenía la impresión de que aquello no era filosofía,

y, probablemente, estaba en lo cierto. Pero el hecho mismo de que tuviera que hablar de ello indica que ahí late un problema interno que afecta al sentido último de la obra de Unamuno. ¿Cuál era, repito, su relación con la filosofía? ¿Tiene algo que decirle? ¿Tiene algo que hacer con ella la filosofía? Parece que sí, y es una cuestión que será menester plantear en su día.

Pero conviene no olvidar una cosa: y es que Unamuno no está hecho y concluso, ni tampoco su obra, sino que dependen de los demás, de los hombres posteriores. El presente reobra sobre el pasado y lo hace ser de nuevo; pero no por sí, sino en el presente. Lo que una cosa es, depende de lo que será, aunque parezca extraño. Cuando se pregunta si algunos pensadores indios eran filósofos, y se comparan sus afirmaciones con las de filósofos presocráticos griegos para hacer ver su semejanza de contenido, se suele olvidar un detalle, y es que llamamos a estos filósofos presocráticos. Es decir, los caracterizamos por lo posterior, como algo previo a lo que, sin duda alguna, era filosofía. Sin Platón y Aristóteles, ¿cabría incluir en la filosofía a Tales de Mileto? Probablemente, no.

No acabará de saberse –ni de tener realidad– el sentido último de algunas intuiciones de Unamuno mientras no se saquen de ellas –si se sacan– sus consecuencias extremas. La respuesta suficiente a aquellas preguntas sólo podrá encontrarse en el Unamuno que tendremos que hacer. La decisión corresponde al futuro. Y este es el signo en que se reconoce su fecundidad y su importancia. No se puede decir todavía qué ha de ser aún don Miguel, cuál es el Unamuno que perdurará entre nosotros. Con esto queda dicha la urgencia del tema. Aquí no se puede hacer más que formularlo y dejarlo pidiendo respuesta.

Hoy interesaba sólo recordar la significación de Unamuno, a los dos años de haber dejado, en soledad y seriedad, la vida pasajera, para avanzar hacia la otra perdurable.

Julián MARIAS